Tuesday, February 24, 2015

“Catillo”

Este es el último cuento en el libro REMINISCENCIAS, Premio Letras de Ultramar 2006.


"Catillo"


“¡Vayan y díganle a Cuco Valoy que yos, Catillo Lorenzo, toy aquí preso!” –le gritó Castillo al eco de los pasos del celador que cruzó frente a su celda.
Por medio de los otros presos se enteró que esa noche tocaba Cuco Valoy una fiesta en Caracas.  Llevaba ya detenido 23 días, y hacía 41 días que había salido de Cambita Garabito. Lo aprehendieron sólo 3 días después de haber pisado suelo venezolano.
Castillo fue otro de los tantos que a mediados de los 70 dejó el pueblo para buscar fortuna en Venezuela.  En esa época se fueron también Juancito el hijo de Pedrito Cemento, Marinita la hija de Lilito Martich, y Álida la mamá de Moncho y Besaida, entre otros.  Luego se irían unos cuantos más y otros (como Castillo) regresarían.
¡Qué creía Castillo que encontraría Venezuela! Fortuna tal vez, aunque lo más probable nada.  Y lo lamentable es que para hacer ese viaje, hasta su casita tuvo que vender.  Alguno más vivo que él (o sea cualquiera) lo engatusó para que emprendiera tal empresa.
Y es que en cualquier diccionario ilustrado de la lengua dominicana, del mismo modo que aparece la foto de un tal Nativo de Navarrete junto a las palabras puta y asesino, al lado de la definición de pariguayo encontramos una foto de “Catillo”.  Y esto era así porque Castillo tenía dos cosas que juntas son prejuiciosas para el que las posea.  Primero, Castillo carecía de malicia; y segundo, el pobre no tenía habilidad alguna.  Su profesión oficial era de gallero, ¡imagínense ustedes...!  Pero que conste, no hay nada malo en ser gallero, mis dos abuelos eran galleros; pero además de tener una recua de hijos (Castillo no tenía ninguno, quizás él, o su mujer, fuera estéril), el uno era prestamista y el otro agricultor.  Castillo por su parte no tenía tierras, y no sabía ni sembrar una mata de malanga.  Además, era cliente de mi abuelo, el prestamista.
Según Castillo mismo, él era barbero, carpintero y talabartero.  Lo de barbero lo sé porque como paga a unos chelitos que siempre le debía a mi abuelo, a más de uno de mis primos una que otra vez trasquiló.  De esa tortura me salvé yo, pero no de otras, pues habían otros susodichos barberos en el pueblo que para nuestra suerte (pelada gratis) o nuestra desgracia (trasquilada segura) eran deudores de mi abuelo, y cuando no podían pagar los réditos les cobraba a base de trasquiladas de nietos.
Mi trasquilador era Melindo, un señor buena gente, bajito, medio calvo y víctima de circunstancias, entre ellas las deudas con mi abuelo.  Pero trasquiladas memorables fueron las que con el otro abuelo sufrimos mi hermano y yo a manos de un barbero de cebolla; y no por cosas de réditos, sino por causas de piojos (y la verdad es que estábamos cundidos).
Lo de carpintero no sé porqué se lo creía Castillo.  Debe ser porque tenía martillo y serrucho propios.  Pero las pocas veces que lo vi hacer algún trabajito, daba pena.  De vez en cuando (y con más frecuencia después que comenzó a repararla Castillo) se desplomaba la puerta del callejón que daba al patio en casa de abuela, y abuela Emilia, que sí era una santa, –por orden de Emilio y como cobro de réditos– mandaba a buscar a Castillo para repararla.  Pero abuela, a pesar de la deuda y de lo fatal del trabajo, insistía en pagarle a Castillo (y a espaldas de Emilio) su uno que otro peso.  Que conste que lo de la puerta nunca era mayor cosa que una aldaba suelta o una bisagra floja.  Cosas que con un para de clavos se resolvían.
Pero ahí precisamente radicaba el gran problema.  Para Castillo clavar un clavo representaba uno de dos caminos: el fracaso o el dolor.  Y a veces ni él mismo sabía cuál prefería.  Lo del dolor era simple cuando en eso terminaba la jornada.  Era cosa del inevitable machucón: el martillo al dedo, la uña malograda o el chisguete de sangre y el dolor seguro.  El otro resultado inevitable era el fracaso; aquí se le doblaba el clavo: no podía esa alma de Dios clavar un clavo entero.  O se daba un martillazo (el dolor), o se le doblaba el clavo (el fracaso).  Y por eso era que Emilio refunfuñaba: “La verdá que ese Catillo, cogollo, no sirve pa’ naá.”
Ahora bien, lo de ser talabartero se lo creía por mucho menos que lo de carpintero.  Una vez se hizo unas chancletas de gomas de camión, y en otra ocasión remendó la costura descosida de la baqueta de su puñal.  Porque aunque usted no lo crea, Castillo, ahí donde lo veía usted con talante de manganzón y cuadre del que no mata una mosca, tenía su puñal.  Puñal que sólo se enganchaba en la cintura cuando bregaba con sus gallos en el patio de su casa.
Sólo en Cambita puede sobrevivir sin morirse de hambre un gallero sin vocación.  Y es que Castillo era diestro en una rama del deporte de los picos y las espuelas que nadie reconocía.  Él no era criador ni entrenador de gallos de pelea de calidad, sino de chatas.  Una chata no es más que un gallo lisiado que se usa para entrenar a otros gallos de pelea.  Por lo general las chatas habían sido campeones y gallos queridos de su dueños, pero que al perder una pelea y quedar tuertos, ciegos o desquiciados, en vez de dejarlos morir o matarlos y hacer con ellos un buen asopa’o de baja, sus dueños por amor o agradecimiento (y tal vez creyendo que les hacían un favor), los curaban y cuidaban y alimentaban celosamente hasta que se recuperaran y cicatrizaran sus heridas.  Después, convencido el dueño de que no podrían jamás pelear otra pelea, ni mucho menos ganarla porque estaban lisiados, los usaban para entrenar a otros gallos, convirtiéndolos en chatas y dando así comienzo a la tortura.
Ser chata es pura tortura, pues aunque lisiado el gallo mantiene su brío e instinto de animal de pelea, pero no puede defenderse; es como ver la muerte amenazante y cara a cara, sin poder confrontarla y morir peleando; es como dar la otra mejilla después de una cachetada, pero sin querer, obligado e impotente.  En el traqueo, el gallero agarra la chata por las patas, con un dedo entremetido en los muslos, cosa que al animal le queden las patas maniatadas.  Con la otra mano lo sujeta por la pechuga, cosa que pueda con facilidad controlarle el cocote; a la chata le quedan libre las alas, un tanto la cabeza, y el pico.  Así comienza el gallero a topar y traquear al otro gallo, hucheándolo, enfureciéndolo, poniéndolo como el diablo brotándole fuego por los ojos y chispas por las puntas del pico y las espuelas.
La chata maniatada no puede defenderse al ver la muerte endiablecida saltándole ante los ojos, retándolo y tirándole presadas de espuelazos y picotazos por doquier.  Está condenado a sufrir afrontas y cachetadas con la sangre hirviendo, el cuello en alto, el pecho ensanchado, las alas altivas y amenazadoras, y su orgullo y nada más.
Algunos gallos de otros dueños, y dependiendo de sus famas individuales, corren mejor suerte pues los usan como padrotes, y siempre les traen gallinas para encastar de todos lados.  De esos placeres canta Wilfrido Vargas en esa canción del polvorete: “¡Quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo! Racatapunchinchín, el gallo sube, y echa su polvorete, racatapunchinchín, y se sacude.”  Pero los gallos de Castillo, por su conocida fama de perdedores, nunca pudieron disfrutar de semejante dicha.
Sí, Castillo era eso, entrenador de chatas: les enseñaba a vivir con las mejillas hinchadas y resignados al deshonor.  Otra cosa no le tocaba al pobre, ¡quién iba a recocer destreza y habilidad en un subproducto del deporte!  Quería a sus gallos como a los hijos que nunca tuvo.  Comenzó a ser chatero con su primer gallo: lo casó en la primera pelea con cien pesos (37 de ellos se los cogió prestados a Emilio), perdió el gallo y quedó muy mal: tuerto y con una pata que se la cruzaron por encima del muslo de un espuelazo.  Castillo perdió también, y quedó por igual muy mal.  Aún así, Castillo no quiso comerse su gallo.  No dejó que nadie lo tocara.  Lo recogió de la valla y se lo llevó a su casa donde lo limpió con berón (bay rum), le dio una friega y lo vendó como pudo.  Continuó poniéndole mentiolé y gas en las heridas, hasta que poco a poco el gallo se fue recuperando.  Y Castillo lo alimentaba con sus propias manos, dándole de entre sus dedos guineos bien maduritos al principio, y maíz picado según se reponía.
El gallo se recuperó, pero a este punto ya no era gallo de pelea, y sin fama para ser padrote, en chata se convirtió.  Increíble, pero nunca un gallo suyo ganó una pelea, y gallo que no mataba el contrincante, gallo que curaba Castillo y convertía en chata.  Así llegó a tener siempre un promedio de trece chatas, más un pollo de pelea que entrenaba para gallo.  Sus pollos los traqueaba con sus chatas y los criaba entre sus chatas; quizás si hubiese tenido gallos de pelea de verdad con los que topar y criar sus pollos, quién sabe si alguno, algún día, pudiese haber ganado una pelea.  Pero, ¡qué ejemplo tenían!  Los pollos de Castillo salían de su patio a la gallera para hacerse gallos.  Los que regresaban vivos, volvían para convertirse en chatas.
Era eso, y nada más que eso, lo que Castillo había hecho y sabía hacer en la vida.  Es así cómo, armado de esta suerte, cae Castillo preso en Caracas, Venezuela, a los tres días de haber llegado allí.  Llegó sin conocer a nadie y llevando consigo apenas lo que tenía puesto, más una papeleta de vente “Pesos Oro” que llevaba en el bolsillo delantero del pantalón.  El día que lo detuvieron lo habrían dejado ir de no haberle ofrecido dinero al policía que lo detuvo, quien no escatimó en aceptarlo, pero al ver que lo que le daban no eran Bolívares, sino “pesos oro” del Banco Central de la República Dominicana, no sólo se dio cuenta de que no lidiaba con un campesino venezolano, sino que probablemente este sujeto era ilegal, y, ¡encima lo quería coger de pendejo!  Tarde se dio cuenta que el pendejo era Castillo; mira vale que querer salir de apuros dándole a un policía moneda extranjera.
Castillo no tenía que estar preso si no deportado, pero para ello necesitaba una carta consular, puesto que no tenía identificación alguna.  Según él, le había dado a guardar su pasaporte al tipo que lo introdujo en el país; uno de esos que en el negocio de la inmigración ilegal de México a Estados Unidos le llaman “Coyote”, y en la de China a Estados Unidos le llaman “Cabeza de Serpiente”, pero que el contexto dominicano no se le puede decir sino Gavilán Pollero.
Por eso, sin pasaporte u otra identificación y, sin esa carta consular que lo identificara como ciudadano dominicano, las autoridades no podían deportarlo a riesgo de que desde la República Dominicana se lo devolvieran.  Mas como Castillo allí no conocía a nadie, ni tenía teléfono ni dirección de nadie, esperaba un milagro, según él.  Y al parecer se le presentaba el santo que le iba a hacer el milagro: Cuco Valoy, quien (pensaba Castillo), no se iba a negar a meterle la mano a un compatriota que pasaba allí las de Caín.
El carcelero hizo un alto casi militar y retrocedió hasta la celda de Castillo.  “¿Usted conoce a Cuco Valoy?” –le preguntó emocionado.  Y Castillo aferrado a esa sola esperanza, a ese rayito de luz que le llegaba del cielo, en voz baja, casi inaudible, con la timidez que lo caracterizaba frente a extraños o frente a la autoridad (y que sólo rompía la emoción de los gallos), le respondió: “Vale, Cuco Valoy é mi compadre.  Yo le bauticé a Ramoncito y mira ahora a mi ahijao dique de pianita y to cuento.  ¡Ese ahijao mío!, aunque a vece se le mete una locura y brinca y salta.  Mi compadre se encojona con él y dice que son monería.  Yo creo que é como que se monta cuando toca eso merengues, pero allá en mi pueblo hay un etudiosos que se llama Francico Vega, hombre enredao ese, y dice que mi ahijao ‘es un virtuoso’.  Pero lo que se dice yo, yo creo que é que se monta.”
En verdad Castillo no conocía a Cuco Valoy ni de lejos, y mucho menos eran compadres.  Castillo no era hombre de can, y la única vez que Cuco Valoy estuvo en Cambita Garabito fue tocando una fiesta en el Club Renacimiento.  Y Castillo ni de lejos se asomó por ahí.
Pero resulta ser que ese carcelero era loco con la música de Cuco Valoy, un fanático.  Tenía todos sus discos, hasta los de 45 revoluciones, que coleccionaba desde que Cuco tocaba con Los Ahijados.  Sabía de las mojigangas que hacía Ramón Orlando tocando el piano y de los piques y mala sangre que hacía Cuco al verlo, y que en más de una ocasión y en público, le dio su buen boche en mitad de un baile.
El carcelero no dijo nada, se alejó imaginando ver a su ídolo entrar por la puerta del destacamento en busca de su compadre.  Y cuán agraciado sería al recibir el agradecimiento de Cuco Valoy por haber sido él, Pedro Galeano del Toribio, quien hiciera todo trámite y esfuerzo para que Cuco Valoy supiera de la desgracia de su compadre y pudiera venir en su auxilio.  Hasta pensó que podía invitarlo a su casa a que se fuera a comer un becerro ¡qué caray!, y así aprovechaba para tocar y bailar todos los discos que tenía de él, sacarse fotos, y pedirle su autógrafo.  Así se alejó canturreando: “Juliana qué mala eres, qué mala eres Juliana...
Al subir a la comandancia le dijo al cabo de turno que se las arreglara como pudiera, pero que a Cuco Valoy había que conseguirlo esa noche a como diera lugar.  El cabo lo miró como se mira al que antes se creía cuerdo y ahora disparataba, pero el carcelero no le dio oportunidad ni de abrir la boca y le explicó lo del compadre de Cuco Valoy preso en la celda de abajo. 
-¿No sería chévere que podamos ayudar a ese buen hombre y de paso conocer a Cuco Valoy? –le dijo entusiasmado.
Sin más convencimiento, el cabo hizo una llamada telefónica cuchicheando con quién sabe quién.  Luego, excitado, se volvió y mirando al carcelero le dijo, -¡Ya está: mi cuñado es portero en el Country Club donde Cuco Valoy toca esta noche!
Desde aquí sabemos con certeza apenas lo siguiente, porque Castillo nunca quiso dar detalle alguno del desenlace de su odisea venezolana: El portero, cuñado del cabo compañero del carcelero admirador de Cuco Valoy y celador de Castillo, habló con el presentador del club, quien a mucho ruego dijo que hablaría con Cuco Valoy en el camerino para ver si éste lo recibía.  Así lo hizo, y Cuco Valoy lo recibió “porque después de todo parecía que se trataba de un compatriota”.  Cuco Valoy negó categóricamente conocer a Castillo, como era verdad.
Pero resultó que el güirero de la orquesta, quien a su vez había pasado por un episodio parecido al de Castillo en Puerto Rico, conocía de parranda al cónsul dominicano en Caracas.  El señor cónsul, falto de preparación diplomática y sin ninguna otra vocación que su furiosa pasión por el ron, los canes y “las catiras que bailan merengue,” intervino en el caso medio chantajeado por el güirero.  De ese modo pudo Castillo volver a Cambita, y al silencio.


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Wednesday, January 28, 2015

“Sin lágrimas”




Cuento Ganador del Primer Lugar en el IXX Concurso de Cuentos Radio Santa María (2012)


Corrían los días finales de junio del 2004, y yo deambulaba por las calles y avenidas de Buenos Aires.  Me buscaba.  No era la primera vez que me encontraba, buscándome, en tierras lejanas, y éste también era viaje de búsqueda.  Mis días allí eran simples y rutinarios: por las mañanas a un café a tomar desayuno (café con leche y tostadas) y a escribir; cruzaba luego justo al frente a chequear “e-mail” en uno de los tantos centros de internet desperdigados por la ciudad; después salía a caminar sin rumbo y sin mapa (en cualquier dirección); en un momento, en cálculo impreciso, paraba, me subía a un taxi y pedía me llevaran al centro de la ciudad; sobre las dos de la tarde, si mal no recuerdo, tomaba la primera clase de tango (a eso dije haber ido a Buenos Aires), a la cual le seguía otra; después salía solo (pocas veces con alguien de la clase) y me iba a comer algo y a tomar un café para hacer hora de espera para la clase de las seis; después de la clase de las seis volvía al apartamento que había alquilado (un pequeño estudio en el 5to piso de un edificio en el Barrio Norte, sobre Larrea y casi esquina Pueyrredón y Santa Fe) –tan borrosa es mi memoria de ese viaje que hoy tendría que ubicarme en un mapa para saber con certeza donde estaba.  Pero esas coordenadas las recuerdo bien, pues eran mi único norte para poder volver a casa.  Después de ducharme salía a comer al DUERO (el mismo restaurante de todos los días, ya tenía mozo que me esperaba –linda persona–, y a comer lo mismo: un bife de chorizo y vino); luego volvía al apartamento e intentaba leer o volvía a escribir; de ahí decidía si salir a una milonga (donde el humo de los cigarrillos me mantenía siempre al precipicio de un estornudo) o meterme de una vez a la cama para esperar a que amaneciera.

En uno de esos días, en la clase de las seis de la tarde, se me había aparejado una chica holandesa (atractiva y un poco más alta que yo, si mal no recuerdo), y fue entre sus brazos que me llegó la nublazón y el aguacero (a cántaros).  Los instructores nos pusieron a hacer un ejercicio poco común: nos pidieron cerrar los ojos para bailar una pieza, pero que ambos bailadores cerrasen los ojos (por lo general sólo uno cierra los ojos, no los dos; bailar a ciegas no es recomendable, estoy seguro), prometieron que ellos evitarían accidentes (después de todo no éramos tantas las parejas).  El ejercicio consistiría en poner suma atención a una pieza con voz y una sola instrumentación de piano (una pieza que en realidad no es apta para bailar) con el objetivo de no sólo alcanzar una mejor conexión entre la pareja, sino también de conectarse con la música y poder seguir la cadencia (de por sí lenta), guiados por el tono de voz y el repique de las teclas del piano.  Sólo dijeron que la cantaba un cantante queridísimo.

Cerré los ojos abrazado a esta chica cuyo nombre ni siquiera sabía, y comenzó la canción a puro piano.  Me acogió de inmediato una ansiedad de búsqueda: necesitaba desesperadamente de una cadencia que seguir (ese paso marcado tan esencial en el tango bailable); pero esa introducción parecía zigzaguear casi ascendiente y serpenteando por el alto cielorraso del salón, o confundirse como humo entre esos bailadores que reflejados en los altos espejos (también a ciegas) parecían buscar –o esperar- con pasitos cortos y tímidos a que la canción revelara sus acentos.  Un medio minuto de preludio, casi eterno y desconcertante, introdujo esa voz que apareció como si saliera de mí; como si ese timbre de voz y esas palabras no salieran a través de la malla negra de las bocinas del tocadiscos, ni de la boca de ese cantante cuya voz no reconocía entre mi repertorio de tangueros conocidos, sino que de mí.

Me perdí por el cielorraso y en el espejo (debió haber sido por horas), pero al final de la canción desperté frente a la clase entera que me miraba, y yo apenas divisaba los gestos de sus rostros a través del empañado foco de mis ojos ahogados en un llanto que me brotaba copioso desde lo más profundo de todos los años de mi existencia.  Saqué del bolsillo trasero mi pañuelo y me sequé las lágrimas; exprimir el pañuelo fue casi necesario.  Me llené los pulmones de aire y dibujé una mueca parecida a una sonrisa en los labios, y continuó la lección.  Al final, le pregunté al instructor que cómo se llamaba la canción y que quién la interpretaba.  “Sin lágrimas” y la acababa de escuchar de voz del gran maestro Rubén Juárez.

Salí de la clase corriendo y entré en la primea disquera que encontré y allí compré el disco compacto titulado “El Álbum Blanco de Rubén Juárez”.  Regresé al apartamento y escuché la canción una vez, otra vez, y otra vez, y otra vez:
No sabes cuánto te he querido,
cómo has de negar que fuiste mía;
y sin embargo me has pedido
que te deje, que me vaya,
que te hunda en el olvido.
La escuché hasta que los vecinos del cuarto piso subieron a ver si se había roto una tubería; supongo que alguna gotera salada los habría tocado.
Ya ves, mis ojos no han llorado,
para qué llorar lo que he perdido;
pero en mi pecho lastimado,
sin latidos, destrozado,
va muriendo el corazón.
La escuché hasta que se me secó el pozo de lágrimas que llevaba dentro.
No puedo reprocharte nada,
encontré en tu amor la fe perdida.
Con el calor de tu mirada
diste fuerzas a mi vida,
pobre vida destrozada.
Esa noche decidí salir a bailar y fui a la milonga de la Confitería Ideal.  Al llegar divisé sentada al fondo, mano izquierda, a la chica holandesa.  Para mi sorpresa, ella mostraba con una sonrisa el alegrase de verme; más aún, se puso de pie y fue a recibirme.  Hablamos poco, bailamos mucho, y a pesar de ser ambos principiantes, hubo quien nos dijera que hacíamos linda pareja de baile.  Le pedí su número de teléfono y lo apunté en esa libretita que cargo conmigo a todas partes.  Me dijo que se estaba quedando en una pensión o algo así.  Quedamos en volvernos a ver y que la llamaría para concertar.  Me pareció dulce y encantadora; alta, pelo rubio, ojos azules, delgada, y había ido a Buenos Aires a tomar clases de tango, como yo.

Por los siguientes tres o cuatro días, convencido de que me la volvería a encontrar en alguna de las clases o en alguna de las milongas, la esperé en vano.  Al cuarto día decidí llamarla y así lo hice.  Frente al teléfono, que hasta ese momento no había usado, saqué mi libretica, marqué el número, y una voz de encargada de pensión contestó preguntando que con quién deseaba hablar.  Me di cuenta entonces, que había apuntado su número telefónico, pero que nunca le pregunté su nombre.
Y aunque mis ojos no han llorado,
hoy a Dios rezando le he pedido...
que si otros labios te han besado,
y al besarte te han herido,
que no sufras como yo.



Para escuchar "Sin lágrimas" en voz del maestro Rubén Juárez  (pusar aquí).



Tuesday, January 20, 2015

Que lo diga Pelegrín


Íbamos para El Bronx a visitar a Eduardo y nos metimos en hablar de la mocedad, de esos años en que éramos libres y felices; o sea, inocentes o ignorantes (que es lo mismo, si de ser felices y libres se trata). Éramos de diferentes pueblos donde todos practicamos deportes, pero en el único en que coincidimos todos fue en la pelota, y todos recordábamos esos años con igual fervor.
Les conté de la vez que perdimos los tres juegos en Sainaguá: el de la mañana, el de la tarde y el de las doce. En ese play de segunda para atrás era terreno cimarrón en el que no pudimos fildear un fly, pero los jugadores de Sainaguá se desplazaban entre zanjas y peñascos como si estuvieran en el cuadro, ¡no se les caía una! Ah, pero el juego de las doce lo perdimos porque no nos dieron de comer.
Después les conté de Patechiva, el mejor jardinero que jamás haya dado el pueblo de Cambita. Y cuando les hice el cuento de cómo aparó aquel memorable batazo, no me lo quisieron creer: Patechiva en su vida usó zapatos, y el jugar con clavos o tenis era igualito que maniatarlo. Una vez jugando no sé dónde, nuestro equipo perdía vergonzosamente pues Patechiva, con clavos puestos, no aparaba una. En el noveno inning, con bases llenas, dieron un palo por el center y Patechiva le cayó atrás. Los tenis lo trababan y verlo intentar correr daba risa y ganas llorar a una vez. En acto de desespero, se arrancó los tenis de los pies y, descalzo, aceleró hasta aparar la pelota en la misma valla. El ampayar lo cantó como "doble por regla" alegando que Patechiva, contra el reglamento, se había quitado los tenis.
Se echaron a reír y no me lo creyeron: "Que no podía correr con zapatos… ¡No relaje ombe!"

Llegamos a casa de Eduardo y entre tragos caímos otra vez en la pelota. Eduardo, que fue más pelotero que todos nosotros juntos, nos contó de la vez que su equipo de Villa Altagracia jugó contra el equipo de Cambita, y cómo el centerfilder hizo una hazaña increíble: salió detrás de un palo, y al no poder correr enzapatado, se quitó los clavos y así descalzo, a la carrera, alcanzó a hacer el out. Jugada así "¡hay que verla para creerlo!" dijo.



Aparece en la colección 
Shortstop
(microrrelatos de béisbol dominicano)
LETRA NEGRA Editores, 2014

Monday, January 5, 2015

Para este día de Reyes Magos



Reyes

Es Día de Reyes en Cambita
¿Habrá quién salga a la calle con una escopeta
de penca de coco?
Hubo Días en que yo dejé un vaso con agua,
un manojo de yerbas, un cigarrillo
y una menta verde debajo de la cama.
Hubo Días en que los Reyes me dejaron
un carro de pilas que encendía luces y daba reversa,
sonaba una bocina y era cosa de encanto.
Hubo otros Días en que temprano, y con la salida del sol,
llegué a tocar la puerta de mi casa con un cigarrillo en las manos,
para los Tres Reyes Magos,
y ellos no pasaron por ahí ni dejaron
debajo de la cama juguetes ni regalos; pues,
aunque era mi casa, no era mi casa.
Luego llegaron los Días en que tuve
que explicarle a mi hermano
que no esperara juguetes ni regalos,
que Papi no tenía dinero
y que no existían los Reyes Magos.
Y mi hermanito sólo quería un juguete,
ya sea que se lo comprara Papi, o se lo dejaran debajo de la cama
Los Tres Reyes Magos;
era cuestión de infancia, de ser niños:
¡qué importaba si existían o no Los Reyes Magos!
Importaba que todos los niños tenían juguetes
y nosotros no teníamos ni escopetas de palo.
Hoy es Día de Reyes en Cambita
y aquí tengo una funda de soldaditos para mi hermano,
y se la doy todos los años.

                    Martes 6 de enero, 2004 (09:40 a.m.)
                    New York, New York


Tuesday, December 16, 2014

Un lugar donde buscar kenshō en espera de satori



Un shishi odoshi para complementar la serenidad del agua corriendo bajo el puente de madera, justo al lado donde la tímida llama de una lámpara de piedra resplandece; un lugar para detenerse, escuchar, esperar.  Quizás encontrar (en un momento), kenshō; y día a día volver, escuchar, esperar, contemplar, buscar satori.



Pulsar aquí: detenerse, escuchar


Wednesday, December 10, 2014

Segundo Lugar Premio de Cuento Juan Bosch (FUNGLODE 2014)



Segundo Premio: “Serás para mí”
De la autoría de Keiselim A. Montás (seudónimo El Hijo de Doña Tatica)

“Por el buen manejo narrativo de una historia muy actual, con sugestivo tratamiento de la sicología de  los personajes”.
            Jurados: Armando Almánzar, Emilia Pereyra, Pedro Antonio Valdez.


Monday, December 1, 2014

Pateando las hojas

                  poema de Donald Hall
                  traducción de Keiselim A. Montás
                  en TRANSTIERROS




Pateando las hojas


         1
Pateando las hojas, octubre, mientras caminamos juntos a casa
al regresar del juego, en Ann Arbor,
en un día color hollín, lluvia en el ambiente;
pateo las hojas de arce,
rojos de setenta variaciones de color, amarillo
como papel viejo; y hojas de álamo, frágiles y pálidas;
y hojas de olmo, banderas de una nefasta carrera.
Pateo las hojas, produciendo un sonido que recuerdo
según se levantan en remolino desde mis botas,
y ondean; y recuerdo
octubres caminando a la escuela en Connecticut,
con mis bombachos de pana que crujían
con un sonido como el de las hojas; y un domingo comprando
un vaso de cidra en un puesto a la orilla
de una carretera enlodada en Hew Hampshire; y pateando las hojas,
otoño de 1955, en Massachusetts, sabiendo
que mi padre se moriría para cuando se hayan ido las hojas.



Ver el resto del poema en TRANSTIERROS