Wednesday, January 28, 2015

“Sin lágrimas”




Cuento Ganador del Primer Lugar en el IXX Concurso de Cuentos Radio Santa María (2012)


Corrían los días finales de junio del 2004, y yo deambulaba por las calles y avenidas de Buenos Aires.  Me buscaba.  No era la primera vez que me encontraba, buscándome, en tierras lejanas, y éste también era viaje de búsqueda.  Mis días allí eran simples y rutinarios: por las mañanas a un café a tomar desayuno (café con leche y tostadas) y a escribir; cruzaba luego justo al frente a chequear “e-mail” en uno de los tantos centros de internet desperdigados por la ciudad; después salía a caminar sin rumbo y sin mapa (en cualquier dirección); en un momento, en cálculo impreciso, paraba, me subía a un taxi y pedía me llevaran al centro de la ciudad; sobre las dos de la tarde, si mal no recuerdo, tomaba la primera clase de tango (a eso dije haber ido a Buenos Aires), a la cual le seguía otra; después salía solo (pocas veces con alguien de la clase) y me iba a comer algo y a tomar un café para hacer hora de espera para la clase de las seis; después de la clase de las seis volvía al apartamento que había alquilado (un pequeño estudio en el 5to piso de un edificio en el Barrio Norte, sobre Larrea y casi esquina Pueyrredón y Santa Fe) –tan borrosa es mi memoria de ese viaje que hoy tendría que ubicarme en un mapa para saber con certeza donde estaba.  Pero esas coordenadas las recuerdo bien, pues eran mi único norte para poder volver a casa.  Después de ducharme salía a comer al DUERO (el mismo restaurante de todos los días, ya tenía mozo que me esperaba –linda persona–, y a comer lo mismo: un bife de chorizo y vino); luego volvía al apartamento e intentaba leer o volvía a escribir; de ahí decidía si salir a una milonga (donde el humo de los cigarrillos me mantenía siempre al precipicio de un estornudo) o meterme de una vez a la cama para esperar a que amaneciera.

En uno de esos días, en la clase de las seis de la tarde, se me había aparejado una chica holandesa (atractiva y un poco más alta que yo, si mal no recuerdo), y fue entre sus brazos que me llegó la nublazón y el aguacero (a cántaros).  Los instructores nos pusieron a hacer un ejercicio poco común: nos pidieron cerrar los ojos para bailar una pieza, pero que ambos bailadores cerrasen los ojos (por lo general sólo uno cierra los ojos, no los dos; bailar a ciegas no es recomendable, estoy seguro), prometieron que ellos evitarían accidentes (después de todo no éramos tantas las parejas).  El ejercicio consistiría en poner suma atención a una pieza con voz y una sola instrumentación de piano (una pieza que en realidad no es apta para bailar) con el objetivo de no sólo alcanzar una mejor conexión entre la pareja, sino también de conectarse con la música y poder seguir la cadencia (de por sí lenta), guiados por el tono de voz y el repique de las teclas del piano.  Sólo dijeron que la cantaba un cantante queridísimo.

Cerré los ojos abrazado a esta chica cuyo nombre ni siquiera sabía, y comenzó la canción a puro piano.  Me acogió de inmediato una ansiedad de búsqueda: necesitaba desesperadamente de una cadencia que seguir (ese paso marcado tan esencial en el tango bailable); pero esa introducción parecía zigzaguear casi ascendiente y serpenteando por el alto cielorraso del salón, o confundirse como humo entre esos bailadores que reflejados en los altos espejos (también a ciegas) parecían buscar –o esperar- con pasitos cortos y tímidos a que la canción revelara sus acentos.  Un medio minuto de preludio, casi eterno y desconcertante, introdujo esa voz que apareció como si saliera de mí; como si ese timbre de voz y esas palabras no salieran a través de la malla negra de las bocinas del tocadiscos, ni de la boca de ese cantante cuya voz no reconocía entre mi repertorio de tangueros conocidos, sino que de mí.

Me perdí por el cielorraso y en el espejo (debió haber sido por horas), pero al final de la canción desperté frente a la clase entera que me miraba, y yo apenas divisaba los gestos de sus rostros a través del empañado foco de mis ojos ahogados en un llanto que me brotaba copioso desde lo más profundo de todos los años de mi existencia.  Saqué del bolsillo trasero mi pañuelo y me sequé las lágrimas; exprimir el pañuelo fue casi necesario.  Me llené los pulmones de aire y dibujé una mueca parecida a una sonrisa en los labios, y continuó la lección.  Al final, le pregunté al instructor que cómo se llamaba la canción y que quién la interpretaba.  “Sin lágrimas” y la acababa de escuchar de voz del gran maestro Rubén Juárez.

Salí de la clase corriendo y entré en la primea disquera que encontré y allí compré el disco compacto titulado “El Álbum Blanco de Rubén Juárez”.  Regresé al apartamento y escuché la canción una vez, otra vez, y otra vez, y otra vez:
No sabes cuánto te he querido,
cómo has de negar que fuiste mía;
y sin embargo me has pedido
que te deje, que me vaya,
que te hunda en el olvido.
La escuché hasta que los vecinos del cuarto piso subieron a ver si se había roto una tubería; supongo que alguna gotera salada los habría tocado.
Ya ves, mis ojos no han llorado,
para qué llorar lo que he perdido;
pero en mi pecho lastimado,
sin latidos, destrozado,
va muriendo el corazón.
La escuché hasta que se me secó el pozo de lágrimas que llevaba dentro.
No puedo reprocharte nada,
encontré en tu amor la fe perdida.
Con el calor de tu mirada
diste fuerzas a mi vida,
pobre vida destrozada.
Esa noche decidí salir a bailar y fui a la milonga de la Confitería Ideal.  Al llegar divisé sentada al fondo, mano izquierda, a la chica holandesa.  Para mi sorpresa, ella mostraba con una sonrisa el alegrase de verme; más aún, se puso de pie y fue a recibirme.  Hablamos poco, bailamos mucho, y a pesar de ser ambos principiantes, hubo quien nos dijera que hacíamos linda pareja de baile.  Le pedí su número de teléfono y lo apunté en esa libretita que cargo conmigo a todas partes.  Me dijo que se estaba quedando en una pensión o algo así.  Quedamos en volvernos a ver y que la llamaría para concertar.  Me pareció dulce y encantadora; alta, pelo rubio, ojos azules, delgada, y había ido a Buenos Aires a tomar clases de tango, como yo.

Por los siguientes tres o cuatro días, convencido de que me la volvería a encontrar en alguna de las clases o en alguna de las milongas, la esperé en vano.  Al cuarto día decidí llamarla y así lo hice.  Frente al teléfono, que hasta ese momento no había usado, saqué mi libretica, marqué el número, y una voz de encargada de pensión contestó preguntando que con quién deseaba hablar.  Me di cuenta entonces, que había apuntado su número telefónico, pero que nunca le pregunté su nombre.
Y aunque mis ojos no han llorado,
hoy a Dios rezando le he pedido...
que si otros labios te han besado,
y al besarte te han herido,
que no sufras como yo.



Para escuchar "Sin lágrimas" en voz del maestro Rubén Juárez  (pusar aquí).



Tuesday, January 20, 2015

Que lo diga Pelegrín


Íbamos para El Bronx a visitar a Eduardo y nos metimos en hablar de la mocedad, de esos años en que éramos libres y felices; o sea, inocentes o ignorantes (que es lo mismo, si de ser felices y libres se trata). Éramos de diferentes pueblos donde todos practicamos deportes, pero en el único en que coincidimos todos fue en la pelota, y todos recordábamos esos años con igual fervor.
Les conté de la vez que perdimos los tres juegos en Sainaguá: el de la mañana, el de la tarde y el de las doce. En ese play de segunda para atrás era terreno cimarrón en el que no pudimos fildear un fly, pero los jugadores de Sainaguá se desplazaban entre zanjas y peñascos como si estuvieran en el cuadro, ¡no se les caía una! Ah, pero el juego de las doce lo perdimos porque no nos dieron de comer.
Después les conté de Patechiva, el mejor jardinero que jamás haya dado el pueblo de Cambita. Y cuando les hice el cuento de cómo aparó aquel memorable batazo, no me lo quisieron creer: Patechiva en su vida usó zapatos, y el jugar con clavos o tenis era igualito que maniatarlo. Una vez jugando no sé dónde, nuestro equipo perdía vergonzosamente pues Patechiva, con clavos puestos, no aparaba una. En el noveno inning, con bases llenas, dieron un palo por el center y Patechiva le cayó atrás. Los tenis lo trababan y verlo intentar correr daba risa y ganas llorar a una vez. En acto de desespero, se arrancó los tenis de los pies y, descalzo, aceleró hasta aparar la pelota en la misma valla. El ampayar lo cantó como "doble por regla" alegando que Patechiva, contra el reglamento, se había quitado los tenis.
Se echaron a reír y no me lo creyeron: "Que no podía correr con zapatos… ¡No relaje ombe!"

Llegamos a casa de Eduardo y entre tragos caímos otra vez en la pelota. Eduardo, que fue más pelotero que todos nosotros juntos, nos contó de la vez que su equipo de Villa Altagracia jugó contra el equipo de Cambita, y cómo el centerfilder hizo una hazaña increíble: salió detrás de un palo, y al no poder correr enzapatado, se quitó los clavos y así descalzo, a la carrera, alcanzó a hacer el out. Jugada así "¡hay que verla para creerlo!" dijo.



Aparece en la colección 
Shortstop
(microrrelatos de béisbol dominicano)
LETRA NEGRA Editores, 2014

Monday, January 5, 2015

Para este día de Reyes Magos



Reyes

Es Día de Reyes en Cambita
¿Habrá quién salga a la calle con una escopeta
de penca de coco?
Hubo Días en que yo dejé un vaso con agua,
un manojo de yerbas, un cigarrillo
y una menta verde debajo de la cama.
Hubo Días en que los Reyes me dejaron
un carro de pilas que encendía luces y daba reversa,
sonaba una bocina y era cosa de encanto.
Hubo otros Días en que temprano, y con la salida del sol,
llegué a tocar la puerta de mi casa con un cigarrillo en las manos,
para los Tres Reyes Magos,
y ellos no pasaron por ahí ni dejaron
debajo de la cama juguetes ni regalos; pues,
aunque era mi casa, no era mi casa.
Luego llegaron los Días en que tuve
que explicarle a mi hermano
que no esperara juguetes ni regalos,
que Papi no tenía dinero
y que no existían los Reyes Magos.
Y mi hermanito sólo quería un juguete,
ya sea que se lo comprara Papi, o se lo dejaran debajo de la cama
Los Tres Reyes Magos;
era cuestión de infancia, de ser niños:
¡qué importaba si existían o no Los Reyes Magos!
Importaba que todos los niños tenían juguetes
y nosotros no teníamos ni escopetas de palo.
Hoy es Día de Reyes en Cambita
y aquí tengo una funda de soldaditos para mi hermano,
y se la doy todos los años.

                    Martes 6 de enero, 2004 (09:40 a.m.)
                    New York, New York


Tuesday, December 16, 2014

Un lugar donde buscar kenshō en espera de satori



Un shishi odoshi para complementar la serenidad del agua corriendo bajo el puente de madera, justo al lado donde la tímida llama de una lámpara de piedra resplandece; un lugar para detenerse, escuchar, esperar.  Quizás encontrar (en un momento), kenshō; y día a día volver, escuchar, esperar, contemplar, buscar satori.



Pulsar aquí: detenerse, escuchar


Wednesday, December 10, 2014

Segundo Lugar Premio de Cuento Juan Bosch (FUNGLODE 2014)



Segundo Premio: “Serás para mí”
De la autoría de Keiselim A. Montás (seudónimo El Hijo de Doña Tatica)

“Por el buen manejo narrativo de una historia muy actual, con sugestivo tratamiento de la sicología de  los personajes”.
            Jurados: Armando Almánzar, Emilia Pereyra, Pedro Antonio Valdez.


Monday, December 1, 2014

Pateando las hojas

                  poema de Donald Hall
                  traducción de Keiselim A. Montás
                  en TRANSTIERROS




Pateando las hojas


         1
Pateando las hojas, octubre, mientras caminamos juntos a casa
al regresar del juego, en Ann Arbor,
en un día color hollín, lluvia en el ambiente;
pateo las hojas de arce,
rojos de setenta variaciones de color, amarillo
como papel viejo; y hojas de álamo, frágiles y pálidas;
y hojas de olmo, banderas de una nefasta carrera.
Pateo las hojas, produciendo un sonido que recuerdo
según se levantan en remolino desde mis botas,
y ondean; y recuerdo
octubres caminando a la escuela en Connecticut,
con mis bombachos de pana que crujían
con un sonido como el de las hojas; y un domingo comprando
un vaso de cidra en un puesto a la orilla
de una carretera enlodada en Hew Hampshire; y pateando las hojas,
otoño de 1955, en Massachusetts, sabiendo
que mi padre se moriría para cuando se hayan ido las hojas.



Ver el resto del poema en TRANSTIERROS

Monday, November 24, 2014

Cuatro poemas invernales







Por mi ventana veo un temprano invierno,
se acerca; nos cae encima.
Es una fusión de blanco y verde,
el verde será rojizo, marrón, caerá;
y el blanco se hará nada, desaparecerá.
Esqueletos desnudos habitarán entre nosotros,
y de vez en cuando lucirán de gala
un vestido blanco.
Vendrán azotes y soplidos,
habrá aguas torrenciales y,
sin darnos cuenta, de pronto,
volverán a la vida los esqueletos;
se vestirán de fiesta y bailarán alegres.
Y yo, sentado frente a mi ventana,
esperaré a que otra vez
nos caiga una fusión de verde y blanco.

        Miércoles 23 de octubre, 1996 (12:05 p.m.)
        Santa Fe, New Mexico







Está baja la marea,
sigue frío afuera, ya no llueve,
pero el viento no ha dejado de azotar.
Hay una coraza de hielo al rededor del alféizar de la puerta de cristal.
El mar se bate de frente contra la playa,
contra el arrecife, contra la casa,
contra mi ventana.
Sólo las gaviotas se aventuran en busca de algas:
están en la playa, escarban en la arena;
otras vuelan y se dejan llevar –de lado- por el viento;
otras flotan en altas olas.
El mar es incesante,
la vista maravillosa, y la música es: ese va y ven de la olas (y nada más).
  
        Jueves 26 de diciembre, 2002 (08:09 a.m.)
        East Hampton, Long Island, New York


  
 



















Hace tanto frío afuera que se me aguan los ojos;
se me aguan los ojos y se me nubla la vista;
se me nubla la vista y tengo que pestañar;
pestaño y se me mojan las pestañas;
se me mojan las pestañas y el frío me las congela.
Con las pestañas congeladas, se me nubla la mirada.

Dirán que no tengo sentimientos, y que mis lágrimas son pequeños témpanos de hielo.

        Martes 18 de diciembre, 2007 (10:16 hrs.)
        Hanover, New Hampshire -En el curro




                                            Retrato de proscenio

                                            Amanece, comienza a clarear el día;
                                            no es un día
                                            como todos los días de mi infancia.
                                            Comienza a clarear el día, amanece;
                                            es un día
                                            como ninguno de los días de mi infancia.
                                            El cielo en calma, con sus borretones grises, refleja
                                            -en el horizonte- amarillo fuego naranja.
                                            No hay un ápice de viento, y
                                            el silencio es industrial (murmullo de luz eléctrica);
                                            el suelo está todo cubierto de hielo, y el hielo
                                            de seca nieve.
                                            Amanece y está más claro;
                                            se va perdiendo el amarillo en azulejos
                                            y el fuego naranja en delineación clara de oscuras formas montañosas de horizonte.
                                            El suelo se hace más blanco,
                                            el día se hace más claro, y es un día
                                            extranjero a todos los días de mi infancia de guayabal.

                                                    Jueves 13 de diciembre, 2007 (07:04 a.m.)
                                                    Hanover, New Hampshire