Del libro Reminiscencias (Premio Letras de Ultramar 2006)
Regresaba de la escuela en una de esas tardes calurosas, y no porque fuera
verano ya que en el caribe siempre hace calor. De ser verano estaría de
vacaciones, puesto que ahora asistía a esa nueva escuela, en El Pueblo,
que seguía el calendario regular. A pesar de que Cambita era distrito municipal
hacía tiempo, todavía seguía el calendario se zona cafetalera acomodado para
que los muchachos puedan ayudarle a los padres en la temporada de cosecha.
Todas las escuelas despachaban a los estudiantes a las doce del día, hora
del chao, excepto la mía. Y el que sale de la escuela a las doce, mal que bien,
come caliente. En mi escuela se despachaba a la una y diez de la tarde. Y para
mi tormento, no sólo despachaban una hora y diez minutos después de la hora de comer,
sino que encima de eso, tenía que coger una guagua de regreso a Cambita.
Entonces, con suerte, llegaba a casa antes de las dos y media, muerto de
hambre, con calor, sudado, y no a comer caliente.
Aunque la distancia entre El Pueblo y Cambita es de apenas quince
kilómetros, el viaje en guagua pública parecía durar una eternidad. Además de
los cuarenta y cinco minutos de ruta, había que esperar una media hora en la
parada hasta que se llenara la bendita guagua. Y a eso había que sumarle la
parada de siempre para echar gasolina; pues echan golosina a cada viaje, para
cada viaje.
Lo lento no era toda la incomodidad del viaje, pues existían otros
agravantes que hacían esos quince kilómetros parecer interminables, por
ejemplo: tener mucha hambre, el caluroso clima, la incomodidad de los asientos,
o la mala suerte de tener un grajoso hediondo a mono viudo sentado al lado
revolteándole a uno el estómago vacío.
Tener mucha hambre era por lo general mi caso. No sólo porque comería dos
horas y media más tarde de lo normal, sino porque a esa edad yo comía más que
una nigua. De eso pueden dar fe mi mamá y mi papá. Mi mamá porque mi respuesta
a su pregunta de “¿tienes hambre mi’ijo?”, era siempre la misma: “Mami, no se
me quita.”
Mi papá, por otro lado, por lo de las pastillas para el apetito. Resulta
que mi hermano menor fue siempre muy mal comedor, nunca tenía apetito, y
siempre “tan flaquito el infeliz”. Buscándole solución al problema, mi papá le
compró un pote de pastillas para el apetito. Un buen día (cosas de muchacho) le
pedí a mi papá que me comprara un frasco de esas pastillas a mí también.
Supongo que mi razonamiento sería: “si mi hermano tiene piojos, es justo que yo
los tenga también”. La respuesta fue inmediata: “Yo te compro las pastillas,”
-me dijo calmada y conscientemente- “pero tú” –continuó diciendo con tono de
¡quién coño tú te crees que soy yo!- “¡tú busca quien te mantenga!”
La verdad es que durante la adolescencia yo tenía un apetito voraz. No
puedo honestamente decir que desayunaba, pues esa no es costumbre de pobres y
nosotros, aunque honrados en demasía, éramos pobres. Cuando era posible llevaba
una peseta (veinticinco centavos) para desayunar con un friquitaki en el
recreo de las nueve, pero por lo general me la pasaba en ayuna. Lo más probable
es que eso contribuyera a mi hambrusia de regreso a casa.
Una vez en casa devoraba mi almuerzo tardío y alrededor de las cinco, comía alguito que siempre me guardaba abuela en una cantinita que me escondía de los demás debajo del mantel de la mesa de cocina. Sobre las ocho cenaba víveres con arenque, bacalao, salami guisado, huevos, o lo que fuera. Más tarde, cuando aparecía el medio peso, me iba a la fritura de la esquina y compraba una rueda de salchichón frito con una docena de fritos de plátano para antes de acostarme. Pero lo dicho, cenara o no cenara, siempre me levantaba con hambre.
Fue en uno de esos trayectos de hambre grajo y sol en que me topé en la
guagua con mi tío abuelo Masé. Tío abuelo, como todos los de su estirpe, era
uno de esos viejos recios y de la guardia vieja, sabio en el enmarco de sus
querencias, de pocas palabras, recto, e implacable. Esa tarde me tocó ir en la
misma guagua con él, que iba para una tierrita que tenía en La Jagüita,
que queda cerca de Cambita Uribe, un poco antes de La Subí’a de Jina Abréu.
Yo iba sentado de lado, y pagando pasaje completo, en la perrera (cojín de
colcha espuma colocado en las cinco pulgadas de espacio entre la cabina del
conductor y la primera fila de asientos), justo detrás del chofer. Tío abuelo
Masé venía frente a mí, y en varias ocasiones sentí que su mirada me
escudriñaba, me observaba el rostro como buscando el reconocimiento de la familiaridad
o el rasgo del parentesco.
Aquí estaba yo ante una pequeña encrucijada. Quedarme callado y dejarlo con
la duda hubiera sido una opción, pero riesgosa, porque de reconocerme pasaría
yo por mal educado e irrespetuoso. La otra opción era saludarlo, pedirle la
bendición e identificarme como nieto de su hermano, y atenerme a las consecuencias
de tener que entablar conversación con el tío abuelo de tres generaciones
atrás...
En la primera parada se bajaron unos cuantos pasajeros y pude cambiar de
asiento. Entonces me decidí a besarle la mano e identificarme, y expresarle con
orgullo que venía así vestidito de caqui porque venía de la escuela. Una vez
reconocimientos hechos, bendición pedida, dada y recibida, llegó la temida consecuencia.
Tío abuelo, así a boca de jarro, me hizo la siguiente pregunta: “¡Sobrino! ¡¿Pa
qué é que uno etudia?” La magnitud de esta pregunta es comparable tal vez sólo
a la del general del ejército que pasando revista a sus tropas, y sin preámbulo
alguno, se voltea y le pregunta al primer recluta que se encuentre por delante
que porqué se enganchó a la guardia.
Una vez en casa devoraba mi almuerzo tardío y alrededor de las cinco, comía alguito que siempre me guardaba abuela en una cantinita que me escondía de los demás debajo del mantel de la mesa de cocina. Sobre las ocho cenaba víveres con arenque, bacalao, salami guisado, huevos, o lo que fuera. Más tarde, cuando aparecía el medio peso, me iba a la fritura de la esquina y compraba una rueda de salchichón frito con una docena de fritos de plátano para antes de acostarme. Pero lo dicho, cenara o no cenara, siempre me levantaba con hambre.
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