Thursday, March 17, 2016

"Serás para mí" cuento completo


Segungo Lugar en el Premio de Cuento Juan Bosch, 2014

(presentado bajo el seudónimo de: El hijo de Doña Tatica)

"Serás para mí"

Al Ebanista le gustaba esa mujer; claro, no se puede decir lo mismo en el caso de Elena, pues a ella no le gustaba el Ebanista.  En esos momentos bien pudo ser que a Elena no le gustara nadie.  Estaba recién enviudada del hijo de cura que le dio maltratos y golpizas por tres años, de quien tenía una criatura de once meses y a quien, por intervención de dios o el diablo, lo había hecho difunto el camión que dejó ir por un barranco en la última de sus borracheras.
El Ebanista se había propuesto “conseguirse a esa mujer”. Lo había declarado públicamente: “esa mujer va a ser mía”.  La cortejó, a sabiendas de que tenía marido, desde el momento en que la vio en el pueblo por primera vez.  Ella estaba barriendo el frente de su casa, él pasó y, al verla, le soltó uno de esos piropos de prostíbulo que hacen sonrojar hasta a una difunta madama: “Qué no diera yo, ¡qué va, la vida es poca! por ser la costurita interior que une la parte trasera con la parte delantera de tus pantis”.  Elena, en muestra de sabiduría poco común ante atrevimiento tal, siguió barriendo como si no hubiese escuchado nada.
Con la muerte del camionero, el Ebanista pensó que se le abrían las puertas del cielo y que le quedaba el campo libre para conquistar a Elena “a la clara”.  No había pasado los nueve días del velorio y el Ebanista se apareció una tarde a la hora del café, dizque a “darle el pésame a la viuda”; pero, en verdad y con toda desfachatez, fue a hacerle su primera visita de galán.  La segunda vez que se le presentó de visita tal vez fuera la única vez que, hasta entonces, este individuo le pasara por la mente a Elena.  Al verlo llegar, pensó para sí: “Qué descarado”.  Y es que había sido tal el atrevimiento en aquella primera visita que le hizo, que al acercársele y echarle el brazo por encima como quien expresa su más sentido pésame, el Ebanista le dijo al oído: “Tú serás mía”.  Esto se le grabó a Elena por dentro como una amenaza pues, cuando escuchó tales palabras, un escalofrío como de miedo le recorrió la espalda desde la nuca hasta el sacro mismo.
Pasados los nueve días, la casa se había quedado desierta.  La mayoría del tiempo Elena se lo pasaba sola con su criatura, con excepción de alguna que otra vecina que pasaba de vez en cuando a traer café o a buscar prestada una olla o una cuchara.  La familia de Elena no asistió al velorio, pues ella no tuvo juicio para decirles nada de la muerte, y mucho menos del maltrato y de las palizas.  Todo por orgullo, pues su familia se opuso desde el principio a que ella se metiera con el camionero; y ella, parte ilusión y parte rebeldía, se fue con él.  Fue así como llegó ella a vivir en ese pueblo donde no tenía a nadie.
El Ebanista comenzó a hacerle esquina: se le aparecía en la calle, en el colmado, en la plaza del mercado, en la clínica pública. Ella comenzó a temerle como a la sombra de lo malo, pero por más que tratara de evitarlo, él hallaba siempre la forma de cruzársele en el camino.  Ella ya no encontraba cómo evadirlo, y él se sentía más confiado y triunfante a cada encuentro.  Se imaginaba que ya la tenía en sus manos, que era ya por apariencias, pues de seguro ella estaba loquita por él.
Como si lo malo obrara en estas cosas, a tres casas, al cruzar la calle y justo en la esquina opuesta a la casa de Elena, abrió Caniquín un colmadito donde, además de fideos, aceite y sal, comenzó a vender refrescos y cerveza fría.  No hay mejor local para un negocio que una esquina, y ésta se prestaba perfectamente para ello, pues era un casón antiguo con una gran galería, patio ancho, árboles de sombra y una amplia marquesina techada, la cual aprovechó Caniquín para poner un par de mesas de dominó.  Ahí terminó tomándose una fría el Ebanista un viernes por la tarde y al notar que tenía desde ahí una vista completa de la casa de Elena (pues podía ver la puerta de la calle y todo el lateral izquierdo, la llave de agua del patio y los ranchitos que servían de cocina y baño), se quedó a echar una mano de dominó y pidió otra cerveza; luego fueron muchas manos de dominó y muchas cervezas, hasta que llegó la hora de cerrar y Caniquín tuvo que anunciárselo varias veces.  El Ebanista había visto que desde ahí podía ver si Elena salía o entraba de la casa, si iba a la cocina, si llenaba un cubo de agua, etc. y comenzó a imaginarla de mil maneras: yendo, viniendo, saliendo envuelta en una toalla para ir al baño, …y su imaginación se encargó de que se le callera.
Al día siguiente, sábado, y lo mismo luego el domingo, no se hizo esperar y ahí tempranito en la tarde estuvo el Ebanista, peinadito y planchadito, terciado en una mesa tomándose una fría y presuntamente esperando a que llegaran sus compañeros para echar una manito de dominó.  Se la pasó con un ojo y medio fijados en la casa de Elena, casi presintiendo cada cambio de luz que la sombra de un movimiento precipitara dentro de la casa, y su imaginación volaba a tal o cual dirección: “Salió del aposento....  que salga para cruzar a la cocina... ¿se estará peinando o mirándose en el espejo?  ¡Ah, cómo me la imagino quitándose el sostén!”.  En esos trotes andaba su pensamiento, mientras que el medio ojo que le quedaba libre lo dedicaba a los compañeros, las fichas en el tablero y su estrategia para la mano de dominó que jugaba.  En un momento en que el estupor de las cervezas ya se había adueñado de él, le gritó a Caniquín: “¡Coño, pero ponte una musiquita ahí carajo!  ¿Qué clase de negocio es éste?”.  Y Caniquín, por no perder la venta de las cervezas que le daba mucho más ganancias que la de arroz y aceite, mandó a buscar prestado un tocadiscos.
El Ebanista pidió que le pusieran una canción de Alberto Beltrán y, como el tocadiscos era prestado tampoco era de esperarse que Caniquín tuviera discos.  Mandó otra vez a pedir prestado el disco que había pedido el Ebanista.  Y cómo no, si esa clientela de jugadores de dominó y bebedores de cervezas le había llegado gracias al Ebanista.  Caniquín no iba a equivocarse en eso.  Llegó el disco y bien no lo había puesto cuando, mirando para la casa de Elena, el Ebanista ordenó que le subieran el volumen “¡a todo dar!”.  Y en unos momentos, como si el volumen le pareciera poco, comenzó a cantar a coro y a todo pulmón:
Aunque vayas donde vayas
al fin del mundo me iré,
para entregarte mi cariñito,
porque nací para ti.

La presencia del Ebanista se hizo tan constante en esa esquina, que ni un vigilante de puesto sería tan puntual y fiel a su turno.  Y así, precisamente, se sentía Elena en su casa: vigilada.  Ya no se sentía ni siquiera en libertad de abrir las ventanas para que entrara el aire fresco.  Evitaba en lo más posible cruzar a la cocina y se aguantaba cuanto pudiera para ir al baño.  Toda esa angustia por evitar cruzar por el prisma visual de ese individuo.  Se sentía prisionera en su propia casa.
El fin de semana siguiente el Ebanista se apareció con dos discos que había ido a comprar a la misma ciudad capital: una plena del maestro Damirón titulada “Cortaron a Elena” y que se había hecho muy popular en esos tiempos, y el otro, la canción de Don Pedro Flores titulada “Obsesión” e interpretada por Los Panchos.  Desde que llegó le dio los discos a Caniquín y le dijo que los pusiera cuando él se lo indicara.  Quería estar seguro de que Elena supiera que esos discos eran para ella, por eso no los quería tocar sin estar seguro de que ella estuviera en casa.  Plantó sus ojos en la casa de Elena como un gato que espera un ratón en la puerta de su cueva.  Tanto así que, en vez de jugar, se ofreció para apuntar el juego, cosa que extrañó a sus compañeros pues en el dominó apunta el que sabe jugar poco, o el que está de lambón para que le den un trago, o lo pongan a jugar cuando falte un frente, o el que está ahí simplemente de mirón.  Hasta en el apunte se distrajo, pues se equivocó en la cuenta dos veces.  Su mente y sus ojos (toda su atención) estaban pendientes a otros movimientos.
Pareciera como si Elena supiera (y lo sabía, pues cómo no lo iba a saber) que el Ebanista esperaba verla, puesto que mucho tardó en cruzar de la casa al baño.  Se había aguantado hasta que ya no pudo más.  Y viéndola salir el Ebanista le dijo con desesperación a Caniquín: “¡Ahora! Ponte el disquito ese de Damirón y súbelo a tó’ lo que da”.  De inmediato, con la acción de la aguja sobre el disco, el tocadiscos comenzó a expulsar las notas de la canción:
Cortaron a Elena, cortaron a Elena,
cortaron a Elena, se la llevaron pa’l hospital.

Cortaron a Elena, cortaron a Elena,
cortaron a Elena y se la llevaron pa’l hospital.

Su madre lloraba,
y por qué no iba a llorar,
si le cortaron a Elena
y se la llevaron pa’l hospital.

Aunque desde su casa Elena evitara oír lo que pasaba en el negocio de Caniquín y se entretuviera como pudiera para ignorarlo, no pudo ignorar ni dejar de oír que ese disco la nombraba a ella por su propio nombre.  No pudo evitar la convulsión que sintió en el cuerpo entero al imaginarse la herida abierta, la sangre en las manos y en la cara, y el rostro de horror de esa Elena cuya cara habían cortado.  Sacó fuerzas de su interior y, casi temblando, salió de la casa y se fue a la farmacia del pueblo a comprar algún calmante o a buscarle conversación a cualquier vecina que se encontrara en el camino; todo con tal de no regresar a su casa en el mayor tiempo posible.  El Ebanista la vio salir y esta vez juró ante todos los presentes diciendo: “¡Esa mujer va a ser mía, pésele a quien le pese!”  Y con ese propósito calculó su siguiente jugada.
Es imposible saber de dónde le sale la maldad al diablo o la picardía al pícaro, pero como si fuera el uno o el otro, al Ebanista se le ocurrió que si el pueblo entero llegara a pensar que Elena era su mujer, ni Elena misma podría negarse o resistirse entonces.  Fue así cómo ejecutó la siguiente maniobra: el martes de esa misma semana, día de mercado, se plantó temprano en la mañana en el patio de la casa de Elena.  Se paró en frente de la llave de agua, justo entre el baño y la cocina, a lavarse la cara y a cepillarse los dientes.  Todo el que subió para el mercado ese día ahí lo vio, aseándose: sin camisa, despeinado, la cara mojada, la boca llena de espuma de pasta dental, con una toalla terciada por encima del hombro izquierdo, con el cepillo de dientes en la mano derecha y con un jarro rojo de pasta de tomate La Famosa en la mano izquierda, suelto el botón de la pretina del pantalón y el zíper a medio subir, y en chancletas.  Muy risueño, hasta saludó a varios de los que pasaban con un “¡Buenos días!” casi gritado, como para asegurarse de que lo vieran.
Como si lo hubiese dispuesto el diablo: “el Ebanista amaneció con Elena” fue la noticia que corrió por todo el pueblo según la contaron en el mercado los testigos oculares.  No hubo una sola persona quien viera la escena, mucho menos quien luego de escucharlo de boca de algún creyente, no dedujera convencido de inmediato que, en efecto, el Ebanista había amanecido con Elena.
Luego de montar su espectáculo esa mañana, al Ebanista no se le vio en todo el pueblo.  Pero en la mañana del día siguiente, y también del jueves, ahí estuvo para presentar su teatro.  Y por igual: en esos días no se apareció por donde Caniquín, ni se le encontraría en todo el pueblo aunque lo buscaran con perros adiestrados.
Ese jueves temprano fue cuando le llegó la noticia a Elena: una vecina atrevida, como sólo pueden ser algunas, con un guiñe de ojo le preguntó a Elena que porqué había decidido finalmente meterse con el Ebanista.  Elena no comprendió la pregunta sino hasta que la vecina le contó, con lujo de detalles, la escena matutina que en el patio de su casa montaba el susodicho Ebanista.  Aun así, no se lo creyó del todo, pero por igual se moría de vergüenza y no volvió a salir de su casa en todo el día.  Y esa noche no pudo pegar un ojo; la acosaba el tormento, se sentía acorralada, presa, impotente e indefensa.  Al amanecer, Elena sintió movimientos en el patio y aterrorizada, con cautela, se atrevió a mirar por una rendija del seto: ahí estaba el Ebanista, como perro por su casa, sin camisa, con su jarro rojo de La Famosa cepillándose los dientes.  A Elena se le aflojaron las rodillas y no pudo moverse sino hasta que el Ebanista, quien se quedó hasta estar satisfecho de que lo había visto medio mundo, se había escurrido por la parte trasera del patio.
Por ser viernes, el Ebanista había estado ahí otra vez esa mañana.  Siendo el segundo día del mercado semanal, no iba a dejar pasar la oportunidad de que allí lo viera quien no lo hubiera visto antes, y de que lo volvieran a ver, por si quedara duda alguna, los que ya lo habían visto.  Así, con todo el mundo creyendo que Elena era ya su mujer, ese fin de semana se le presentaría diciéndole que ya para todo el mundo ellos eran marido y mujer…, que sería mejor “disfrutarlo que sufrirlo”.
Viéndolo ahí en su propio patio, Elena supo que algo tendría que hacer y que, aunque doblegara su orgullo, sólo tenía una opción...  Tan pronto como pudo, salió de la casa con su criatura en los brazos, fue a la parada y se montó en el primer carro público que salía del pueblo.  Iría en busca de su familia.
Ya había oscurecido cuando regresó acompañada de su madre, Doña Ñengo —a quien habían apodado Mamá Tingó, como la heroína de Yamasá—, una tía y dos primas.  Las cinco mujeres llegaron y se apertrecharon en casa de Elena, armadas de la sólida disposición de resolver la situación.  No sabían cómo, pero si el Ebanista volvía a presentarse esa madrugada a dar su show, ellas responderían hasta con el palo de la escoba si fuese necesario.
Pero ese sábado en la mañana el Ebanista no se apareció por ahí; y fue mejor así, pues de haberlo hecho, las mujeres le habrían tirado la bacinilla de orines, vociferado los mayores insultos del mundo y le habrían formado a gritos el mayor escándalo de su vida.
A pesar de no haberse presentado esa mañana, no tuvieron que esperar mucho.  Poco antes de las tres de la tarde, el Ebanista, ya acompañado de su camarilla de jugadores de dominó, hizo acto de presencia en el negocio de Caniquín.  Comenzaron a jugar y a beber cervezas como si fuera agua, y el tocadiscos sonaba otra vez esa canción de Alberto Beltrán:
Aunque vayas donde vayas...
No había pasado mucho tiempo cuando ya el Ebanista parecía estar sobre la línea divisoria que separa a los sobrios de los ebrios, pues se puso más necio y bribón que de costumbre.  Bien pudo haber sido puro teatro por haberse enterado de que Elena no estaba sola, pues en realidad no había bebido tanto.  Le ordenó a Caniquín que pusiera ese otro disco, el de Don Pedro Flores, y luego sacó un puñado de dinero del bolsillo de la camisa y se lo dio a uno de los apuntadores regulares, diciéndole: “Llévale a mi mujer —mientras señalaba hacia la casa de Elena con un gesto de labios y cabeza— para que me prepare la cena”.  El Ebanista comenzó a cantar la canción a tope de pulmón, tan alto que su voz se oía por encima de la música y voz del tocadiscos:
Amor es el pan de la vida,
amor es la copa divina,
amor es un algo sin nombre
que obsesiona al hombre
por una mujer.

Yo estoy obsesionado contigo
y el mundo es testigo de mi frenesí.
Y por más que se oponga el destino,
serás para mí, para mí.

Y para este verso subía tanto la voz, que parecía que se iba a desgalillar.
Con cara muy risueña se apareció el apuntador a dar el mandado, y fue Mamá Tingó quien lo recibió en la puerta.  Al escuchar el mandado, Elena le arrebató el dinero y se lo tiró en la cara gritándole:
—Dígale a ese infeliz que tiene que entender que yo no he sido, no soy, ni seré nunca su mujer, que antes muerta.  Dígale también que mi honor sigue intacto, aunque él haya hecho todo lo posible por ensuciarlo.
El apuntador quedó perplejo al escuchar esas palabras dichas en tal tono y, al momento en que se disponía a regresar, Mamá Tingó le dijo que se esperara, que sería mejor que un mensaje así se diera en persona.  Y al disponerse a salir, Rosario, la menor de las primas, se ofreció a dar el mandado.  Mamá Tingó le pidió que le dijera a ese señor, en términos claros, cosa que entendiera, que dejara a Elena en paz.
Cuando el Ebanista vio que el apuntador venía acompañado y con el puñado de dinero en las manos, le subió el volumen a su voz a todo tope:
y por más que se oponga el destino
¡serás para mí, í, í!

Al llegar, el apuntador le devolvió el dinero sin decir palabra fue y se recostó en el mismo horcón desde donde había estado mirando el juego.  A su vez, Rosario se vio frente al Ebanista y rodeada del grupo de hombres.  Todos la “miraban” como miran los perros hambrientos la carne que pica el carnicero en espera de que se le caiga algún trocito.  Rosario comenzó diciendo:
—Usted tiene que entender que Elena no ha sido, no es —e iba subiendo la voz según hablaba—, ni será jamás su mujer. ¿Entiende?  ¡Déjela en paz! —le dijo por último, casi gritando, para que quedara claro.
El Ebanista saltó de la silla, como cuando un resorte se zafa de su presa, y al tiempo que gritaba “¡No hay mujer, que no sea la que me parió, que me dé órdenes a mí!”, le plantó una cachetada que le viró la cara a Rosario, haciéndola tambalear y machucándole el interior de la mejilla izquierda.  Rosario recobró el equilibrio y, todavía aturdida, escupió sangre a los pies del Ebanista.  Conteniendo el lagrimón y las ganas de volarle encima como una fiera, se dio vuelta y caminó altiva de regreso a casa de Elena.  El Ebanista pidió otra cerveza y ordenó que le pusieran su disco favorito: “Cortaron a Elena”.
Al llegar a la casa Rosario no tuvo que contar lo que pasó; desde allí todas lo habían visto.  Mamá Tingó la abrazó y mirando a las demás dijo:
—¡Cuándo será que los hombres van a respetar a las mujeres!
Y, como quien piensa una cosa en voz alta sin darse cuenta de que sus labios pronuncian las palabras que su subconsciente sentencia, se oyó decir de boca de Elena:
—…cuando las mujeres nos demos a respetar.
Mamá Tingó se amarró un paño en la cabeza y, sin decir por ni para qué, salió por la puerta de la calle caminando segura y determinada hacia el negocio de Caniquín.  Las demás, como si marcharan tras un general de brigada, la siguieron.  Mamá Tingó era una mujer bajita pero corpulenta quien, aunque entrada en años, mantenía intactos su agilidad y brío de juventud; siempre fue una mujer de carácter recio e imponente, con una rectitud y un sentido de la justicia conocidos de todos (razones por las cuales Elena, que en mucho se parecía a su madre, no había querido inmiscuirla en sus problemas domésticos).  Bien era sabido que Mamá Tingó no le tenía miedo a nadie, que en más de una ocasión se había enfrentado a palabras y a empujones contra delincuentes emisarios del gobierno y contra miembros del “cuerpo del orden público” en su lucha por los derechos y la dignidad del pueblo; y eso, precisamente, le había ganado el sobrenombre de Mamá Tingó.
Al llegar todas al negocio, se produjo un silencio instantáneo.  Mamá Tingó se paró justo en frente del Ebanista.  Los hombres, comenzando por el frente de juego, luego los contrincantes, después el apuntador y por último los mirones, se apartaron de la mesa como quien dice “este pleito no es mío y yo no quiero velas en este entierro”.  Sin hacerse esperar, Mamá Tingó dijo con voz recia y autoritaria:
—De hoy en más, usted, quiéralo o no, deja en paz a mi hija Elena aunque sea lo último que yo haga en esta tierra, ¿entiende?
El Ebanista, con socarrona expresión en la cara, mientras sacaba un puñal envaquetado que traía enganchado en la cintura y lo ponía sobre la mesa de dominó, le contestó:
—¡No hay mujer, que no sea la que me parió, que me dé…—pero no bien había terminado de decir lo que quería, ni de depositar el puñal sobre la mesa, cuando Mamá Tingó con ágil y determinado movimiento subió la mano derecha hasta la altura de la oreja izquierda y descargó tremenda pescozada de mano virada sobre el lado derecho de la cara del Ebanista, mandándolo derechito al suelo.
Con un movimiento de calmada determinación, que parecía una extensión del pescozón, le echó mano al puñal, dio un paso hacia donde el Ebanista se estremecía en el suelo, desenvainó el puñal e imponente, de pie, frente a él dijo:
—Cuente, cosa que lo oiga bien, del 1 al 5.
Y el Ebanista, ausente la antes socarrona expresión en la cara, pronunció:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
—Supongo, entonces, que me ha entendido —dijo Mamá Tingó.


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