¿Qué no es fútil en la vida?
(fragmento)
Incluído en:
El síndrome de Heinz y otros cuentos
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Sacaste del baúl
del carro una pala de corte punto cuadrado, de nueve pulgadas de ancho, y arremetiste
contra la nieve. Esta pala había sido tu
perfecta compañera para sacar rápidamente cualquier vehículo de debajo de una pila
de nieve creada por los camiones de limpieza de la ciudad; algo que habías hecho
mil veces a través de los años, tanto para ti como para los vecinos agobiados por
la tarea de sacar un carro de una pila de nieve con una cuchara. Pero, claro, no estabas estacionado en la calle
y ya no estabas en la ciudad de Nueva York, donde la cosa era simplemente cuestión
de limpiar la nieve debajo de la ruedas de tracción y salir como un bólido. Te quitaste el abrigo y comenzaste a palear nieve. Paleaste unas cuantas veces, pero bien no habías
comenzado cuando empezaste a sudar y a cansarte. Mientras más paleabas, más larga te parecía la
entrada y por ende mayor la cantidad de nieve que tendrías que palear. Muy pronto tu mente comenzó a vagar por pensamientos
tales como cuán fútil era todo ese palear; pues muy a pesar de ello, para cuando
habías llegado a palear un trecho de unos quince pies, ya otra pulgada de nieve
había caído donde habías comenzado. ¡Para
qué entonces, a ver, para qué! Y al detenerte
un instante a tomar aliento, recostándote sobre el mango de la pala y limpiándote
el sudor de la frente, la vecina de en frente (quien al parecer te había visto en
tal percance y se había compadecido de ti) cruzó la calle y vino a ofrecerte prestada
su pala, que era una verdadera pala de nieve: una de esas grandotas, con un palo
tubular en curva, diseñado ergonómicamente para disminuir el doblar del cuerpo al
recoger y tirar la carga que tan rápidamente conduce a esa fatiga muscular que sentías
en esos precisos momentos. Y claro que te
rehusaste y le dijiste que no, que muchas gracias; pero no bien habías terminado
de decirlo, cuando de inmediato y extendiendo el brazo para asir la pala por el
mango, le soltaste un “¡Muchísimas gracias!
Una vez termine, se la dejaré en la puerta de su casa”. Le echaste mano a la pala, casi arrancándosela
de las manos.
Terminaste por abrir
un trillo lo suficientemente acho como par que cupiera el carro. No fue una tarea fácil, ni siquiera con esta pala
de nieve, la cual comparada con tu palita de corte te hizo sentir capaz de poder
enfrentarte a una avalancha. Al final de
la jornada, y no te avergonzaste en lo absoluto de admitirlo, estabas muerto de
cansancio. Volviste al baño a refrescarte,
te cambiaste de camisas y te fuiste a la oficina; una vez allí, te deleitaste todo
el día viendo la nieve caer a través de la ventana. Se veía tan hermosa, y todo el derredor tan tranquilo
y en absoluta paz… En pocas horas, todo había
quedado cubierto con una gruesa, fofa y suave cobija de nieve.
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Y para tu asombro,
viste cómo el sujeto se metió la mano en el bolsillo delantero izquierdo del pantalón
y la otra mano la metió en el bolsillo derecho del abrigo, todo en un solo y continuo
movimiento realizado al mismo tiempo que se incorporaba del taburete. Entonces depositó un billete de cinco dólares
sobre la barra frente a sí y al lado del posavasos de la cerveza vacía. Frente a ti puso un pequeño libro y dijo: “Creo
que te va a gustar”. Y al tiempo que recogiste
el libro y leíste el título: El mito de Sísifo por Albert Camus, el sujeto se había
marchado.
Libro disponible en Editorial FUNGLODE.