Este es el último cuento en el libro REMINISCENCIAS, Premio Letras de Ultramar 2006.
"Catillo"
“¡Vayan y díganle a Cuco Valoy que yos, Catillo Lorenzo,
toy aquí preso!” –le gritó Castillo al eco de los pasos del celador que cruzó
frente a su celda.
Por medio de los otros presos se enteró que esa noche
tocaba Cuco Valoy una fiesta en Caracas.
Llevaba ya detenido 23 días, y hacía 41 días que había salido de Cambita
Garabito. Lo aprehendieron sólo 3 días después de haber pisado suelo
venezolano.
Castillo fue otro de los tantos que a mediados de los 70
dejó el pueblo para buscar fortuna en Venezuela. En esa época se fueron también Juancito el
hijo de Pedrito Cemento, Marinita la hija de Lilito Martich, y Álida la mamá de
Moncho y Besaida, entre otros. Luego se
irían unos cuantos más y otros (como Castillo) regresarían.
¡Qué creía Castillo que encontraría Venezuela! Fortuna
tal vez, aunque lo más probable nada. Y
lo lamentable es que para hacer ese viaje, hasta su casita tuvo que
vender. Alguno más vivo que él (o sea
cualquiera) lo engatusó para que emprendiera tal empresa.
Y es que en cualquier diccionario ilustrado de la lengua
dominicana, del mismo modo que aparece la foto de un tal Nativo de Navarrete
junto a las palabras puta y asesino, al lado de la definición de pariguayo encontramos una foto de
“Catillo”. Y esto era así porque
Castillo tenía dos cosas que juntas son prejuiciosas para el que las
posea. Primero, Castillo carecía de
malicia; y segundo, el pobre no tenía habilidad alguna. Su profesión oficial era de gallero,
¡imagínense ustedes...! Pero que conste,
no hay nada malo en ser gallero, mis dos abuelos eran galleros; pero además de
tener una recua de hijos (Castillo no tenía ninguno, quizás él, o su mujer,
fuera estéril), el uno era prestamista y el otro agricultor. Castillo por su parte no tenía tierras, y no
sabía ni sembrar una mata de malanga.
Además, era cliente de mi abuelo, el prestamista.
Según Castillo mismo, él era barbero, carpintero y talabartero. Lo de barbero lo sé porque como paga a unos chelitos que siempre le debía a mi abuelo, a más de uno de mis primos una que otra vez trasquiló. De esa tortura me salvé yo, pero no de otras, pues habían otros susodichos barberos en el pueblo que para nuestra suerte (pelada gratis) o nuestra desgracia (trasquilada segura) eran deudores de mi abuelo, y cuando no podían pagar los réditos les cobraba a base de trasquiladas de nietos.
Mi trasquilador era Melindo, un señor buena gente, bajito, medio calvo y víctima de circunstancias, entre ellas las deudas con mi abuelo. Pero trasquiladas memorables fueron las que con el otro abuelo sufrimos mi hermano y yo a manos de un barbero de cebolla; y no por cosas de réditos, sino por causas de piojos (y la verdad es que estábamos cundidos).
Según Castillo mismo, él era barbero, carpintero y talabartero. Lo de barbero lo sé porque como paga a unos chelitos que siempre le debía a mi abuelo, a más de uno de mis primos una que otra vez trasquiló. De esa tortura me salvé yo, pero no de otras, pues habían otros susodichos barberos en el pueblo que para nuestra suerte (pelada gratis) o nuestra desgracia (trasquilada segura) eran deudores de mi abuelo, y cuando no podían pagar los réditos les cobraba a base de trasquiladas de nietos.
Mi trasquilador era Melindo, un señor buena gente, bajito, medio calvo y víctima de circunstancias, entre ellas las deudas con mi abuelo. Pero trasquiladas memorables fueron las que con el otro abuelo sufrimos mi hermano y yo a manos de un barbero de cebolla; y no por cosas de réditos, sino por causas de piojos (y la verdad es que estábamos cundidos).
Lo de carpintero no sé porqué se lo creía Castillo. Debe ser porque tenía martillo y serrucho
propios. Pero las pocas veces que lo vi
hacer algún trabajito, daba pena. De vez
en cuando (y con más frecuencia después que comenzó a repararla Castillo) se
desplomaba la puerta del callejón que daba al patio en casa de abuela, y abuela
Emilia, que sí era una santa, –por orden de Emilio y como cobro de réditos–
mandaba a buscar a Castillo para repararla.
Pero abuela, a pesar de la deuda y de lo fatal del trabajo, insistía en
pagarle a Castillo (y a espaldas de Emilio) su uno que otro peso. Que conste que lo de la puerta nunca era
mayor cosa que una aldaba suelta o una bisagra floja. Cosas que con un para de clavos se resolvían.
Pero ahí precisamente radicaba el gran problema. Para Castillo clavar un clavo representaba
uno de dos caminos: el fracaso o el dolor.
Y a veces ni él mismo sabía cuál prefería. Lo del dolor era simple cuando en eso
terminaba la jornada. Era cosa del
inevitable machucón: el martillo al dedo, la uña malograda o el chisguete de
sangre y el dolor seguro. El otro
resultado inevitable era el fracaso; aquí se le doblaba el clavo: no podía esa
alma de Dios clavar un clavo entero. O
se daba un martillazo (el dolor), o se le doblaba el clavo (el fracaso). Y por eso era que Emilio refunfuñaba: “La
verdá que ese Catillo, cogollo, no sirve pa’ naá.”
Ahora bien, lo de ser talabartero se lo creía por mucho
menos que lo de carpintero. Una vez se
hizo unas chancletas de gomas de camión, y en otra ocasión remendó la costura
descosida de la baqueta de su puñal.
Porque aunque usted no lo crea, Castillo, ahí donde lo veía usted con
talante de manganzón y cuadre del que no mata una mosca, tenía su puñal. Puñal que sólo se enganchaba en la cintura
cuando bregaba con sus gallos en el patio de su casa.
Sólo en Cambita puede sobrevivir sin morirse de hambre un
gallero sin vocación. Y es que Castillo
era diestro en una rama del deporte de los picos y las espuelas que nadie
reconocía. Él no era criador ni
entrenador de gallos de pelea de calidad, sino de chatas. Una chata no es más que un gallo lisiado que
se usa para entrenar a otros gallos de pelea.
Por lo general las chatas habían sido campeones y gallos queridos de su
dueños, pero que al perder una pelea y quedar tuertos, ciegos o desquiciados,
en vez de dejarlos morir o matarlos y hacer con ellos un buen asopa’o de baja,
sus dueños por amor o agradecimiento (y tal vez creyendo que les hacían un
favor), los curaban y cuidaban y alimentaban celosamente hasta que se
recuperaran y cicatrizaran sus heridas.
Después, convencido el dueño de que no podrían jamás pelear otra pelea,
ni mucho menos ganarla porque estaban lisiados, los usaban para entrenar a
otros gallos, convirtiéndolos en chatas y dando así comienzo a la tortura.
Ser chata es pura tortura, pues aunque lisiado el gallo
mantiene su brío e instinto de animal de pelea, pero no puede defenderse; es
como ver la muerte amenazante y cara a cara, sin poder confrontarla y morir
peleando; es como dar la otra mejilla después de una cachetada, pero sin
querer, obligado e impotente. En el
traqueo, el gallero agarra la chata por las patas, con un dedo entremetido en
los muslos, cosa que al animal le queden las patas maniatadas. Con la otra mano lo sujeta por la pechuga,
cosa que pueda con facilidad controlarle el cocote; a la chata le quedan libre
las alas, un tanto la cabeza, y el pico.
Así comienza el gallero a topar y traquear al otro gallo, hucheándolo,
enfureciéndolo, poniéndolo como el diablo brotándole fuego por los ojos y
chispas por las puntas del pico y las espuelas.
La chata maniatada no puede defenderse al ver la muerte
endiablecida saltándole ante los ojos, retándolo y tirándole presadas de
espuelazos y picotazos por doquier. Está
condenado a sufrir afrontas y cachetadas con la sangre hirviendo, el cuello en
alto, el pecho ensanchado, las alas altivas y amenazadoras, y su orgullo y nada
más.
Algunos gallos de otros dueños, y dependiendo de sus
famas individuales, corren mejor suerte pues los usan como padrotes, y siempre
les traen gallinas para encastar de todos lados. De esos placeres canta Wilfrido Vargas en esa
canción del polvorete: “¡Quién pudiera tener la dicha que tiene el gallo!
Racatapunchinchín, el gallo sube, y echa su polvorete, racatapunchinchín, y se
sacude.” Pero los gallos de Castillo,
por su conocida fama de perdedores, nunca pudieron disfrutar de semejante
dicha.
Sí, Castillo era eso, entrenador de chatas: les enseñaba
a vivir con las mejillas hinchadas y resignados al deshonor. Otra cosa no le tocaba al pobre, ¡quién iba a
recocer destreza y habilidad en un subproducto del deporte! Quería a sus gallos como a los hijos que
nunca tuvo. Comenzó a ser chatero con su
primer gallo: lo casó en la primera pelea con cien pesos (37 de ellos se los
cogió prestados a Emilio), perdió el gallo y quedó muy mal: tuerto y con una
pata que se la cruzaron por encima del muslo de un espuelazo. Castillo perdió también, y quedó por igual
muy mal. Aún así, Castillo no quiso
comerse su gallo. No dejó que nadie lo
tocara. Lo recogió de la valla y se lo
llevó a su casa donde lo limpió con berón (bay
rum), le dio una friega y lo vendó como pudo. Continuó poniéndole mentiolé y gas en las
heridas, hasta que poco a poco el gallo se fue recuperando. Y Castillo lo alimentaba con sus propias
manos, dándole de entre sus dedos guineos bien maduritos al principio, y maíz
picado según se reponía.
El gallo se recuperó, pero a este punto ya no era gallo
de pelea, y sin fama para ser padrote, en chata se convirtió. Increíble, pero nunca un gallo suyo ganó una
pelea, y gallo que no mataba el contrincante, gallo que curaba Castillo y
convertía en chata. Así llegó a tener
siempre un promedio de trece chatas, más un pollo de pelea que entrenaba para
gallo. Sus pollos los traqueaba con sus
chatas y los criaba entre sus chatas; quizás si hubiese tenido gallos de pelea
de verdad con los que topar y criar sus pollos, quién sabe si alguno, algún
día, pudiese haber ganado una pelea.
Pero, ¡qué ejemplo tenían! Los pollos
de Castillo salían de su patio a la gallera para hacerse gallos. Los que regresaban vivos, volvían para
convertirse en chatas.
Era eso, y nada más que eso, lo que Castillo había hecho
y sabía hacer en la vida. Es así cómo,
armado de esta suerte, cae Castillo preso en Caracas, Venezuela, a los tres
días de haber llegado allí. Llegó sin
conocer a nadie y llevando consigo apenas lo que tenía puesto, más una papeleta
de vente “Pesos Oro” que llevaba en el bolsillo delantero del pantalón. El día que lo detuvieron lo habrían dejado ir
de no haberle ofrecido dinero al policía que lo detuvo, quien no escatimó en
aceptarlo, pero al ver que lo que le daban no eran Bolívares, sino “pesos oro”
del Banco Central de la República Dominicana, no sólo se dio cuenta de que no
lidiaba con un campesino venezolano, sino que probablemente este sujeto era
ilegal, y, ¡encima lo quería coger de pendejo!
Tarde se dio cuenta que el pendejo era Castillo; mira vale que querer
salir de apuros dándole a un policía moneda extranjera.
Castillo no tenía que estar preso si no deportado, pero
para ello necesitaba una carta consular, puesto que no tenía identificación
alguna. Según él, le había dado a
guardar su pasaporte al tipo que lo introdujo en el país; uno de esos que en el
negocio de la inmigración ilegal de México a Estados Unidos le llaman “Coyote”,
y en la de China a Estados Unidos le llaman “Cabeza de Serpiente”, pero que el
contexto dominicano no se le puede decir sino Gavilán Pollero.
Por eso, sin pasaporte u otra identificación y, sin esa
carta consular que lo identificara como ciudadano dominicano, las autoridades
no podían deportarlo a riesgo de que desde la República Dominicana se lo
devolvieran. Mas como Castillo allí no
conocía a nadie, ni tenía teléfono ni dirección de nadie, esperaba un milagro,
según él. Y al parecer se le presentaba
el santo que le iba a hacer el milagro: Cuco Valoy, quien (pensaba Castillo),
no se iba a negar a meterle la mano a un compatriota que pasaba allí las de
Caín.
El carcelero hizo un alto casi militar y retrocedió hasta
la celda de Castillo. “¿Usted conoce a
Cuco Valoy?” –le preguntó emocionado. Y
Castillo aferrado a esa sola esperanza, a ese rayito de luz que le llegaba del
cielo, en voz baja, casi inaudible, con la timidez que lo caracterizaba frente
a extraños o frente a la autoridad (y que sólo rompía la emoción de los
gallos), le respondió: “Vale, Cuco Valoy é mi compadre. Yo le bauticé a Ramoncito y mira ahora a mi
ahijao dique de pianita y to cuento.
¡Ese ahijao mío!, aunque a vece se le mete una locura y brinca y
salta. Mi compadre se encojona con él y
dice que son monería. Yo creo que é como
que se monta cuando toca eso merengues, pero allá en mi pueblo hay un etudiosos
que se llama Francico Vega, hombre enredao ese, y dice que mi ahijao ‘es un
virtuoso’. Pero lo que se dice yo, yo
creo que é que se monta.”
En verdad Castillo no conocía a Cuco Valoy ni de lejos, y
mucho menos eran compadres. Castillo no
era hombre de can, y la única vez que Cuco Valoy estuvo en Cambita Garabito fue
tocando una fiesta en el Club Renacimiento.
Y Castillo ni de lejos se asomó por ahí.
Pero resulta ser que ese carcelero era loco con la música
de Cuco Valoy, un fanático. Tenía todos
sus discos, hasta los de 45 revoluciones, que coleccionaba desde que Cuco
tocaba con Los Ahijados. Sabía de las mojigangas que hacía Ramón Orlando
tocando el piano y de los piques y mala sangre que hacía Cuco al verlo, y que
en más de una ocasión y en público, le dio su buen boche en mitad de un baile.
El carcelero no dijo nada, se alejó imaginando ver a su
ídolo entrar por la puerta del destacamento en busca de su compadre. Y cuán agraciado sería al recibir el
agradecimiento de Cuco Valoy por haber sido él, Pedro Galeano del Toribio,
quien hiciera todo trámite y esfuerzo para que Cuco Valoy supiera de la
desgracia de su compadre y pudiera venir en su auxilio. Hasta pensó que podía invitarlo a su casa a
que se fuera a comer un becerro ¡qué caray!, y así aprovechaba para tocar y
bailar todos los discos que tenía de él, sacarse fotos, y pedirle su autógrafo. Así se alejó canturreando: “Juliana qué mala eres, qué mala eres
Juliana...”
Al subir a la comandancia le dijo al cabo de turno que se las arreglara como pudiera, pero que a Cuco Valoy había que conseguirlo esa noche a como diera lugar. El cabo lo miró como se mira al que antes se creía cuerdo y ahora disparataba, pero el carcelero no le dio oportunidad ni de abrir la boca y le explicó lo del compadre de Cuco Valoy preso en la celda de abajo.
Al subir a la comandancia le dijo al cabo de turno que se las arreglara como pudiera, pero que a Cuco Valoy había que conseguirlo esa noche a como diera lugar. El cabo lo miró como se mira al que antes se creía cuerdo y ahora disparataba, pero el carcelero no le dio oportunidad ni de abrir la boca y le explicó lo del compadre de Cuco Valoy preso en la celda de abajo.
-¿No
sería chévere que podamos ayudar a ese buen hombre y de paso conocer a Cuco
Valoy? –le dijo entusiasmado.
Sin
más convencimiento, el cabo hizo una llamada telefónica cuchicheando con quién
sabe quién. Luego, excitado, se volvió y
mirando al carcelero le dijo, -¡Ya está: mi cuñado es portero en el Country
Club donde Cuco Valoy toca esta noche!
Desde aquí sabemos con certeza apenas lo siguiente,
porque Castillo nunca quiso dar detalle alguno del desenlace de su odisea
venezolana: El portero, cuñado del cabo compañero del carcelero admirador de
Cuco Valoy y celador de Castillo, habló con el presentador del club, quien a
mucho ruego dijo que hablaría con Cuco Valoy en el camerino para ver si éste lo
recibía. Así lo hizo, y Cuco Valoy lo
recibió “porque después de todo parecía que se trataba de un compatriota”. Cuco Valoy negó categóricamente conocer a
Castillo, como era verdad.
Pero resultó que el güirero de la orquesta, quien a su
vez había pasado por un episodio parecido al de Castillo en Puerto Rico,
conocía de parranda al cónsul dominicano en Caracas. El señor cónsul, falto de preparación diplomática
y sin ninguna otra vocación que su furiosa pasión por el ron, los canes y “las
catiras que bailan merengue,” intervino en el caso medio chantajeado por el
güirero. De ese modo pudo Castillo volver
a Cambita, y al silencio.