Cuento Ganador del Primer Lugar en el IXX Concurso de Cuentos Radio Santa María (2012)
Corrían los días finales de
junio del 2004, y yo deambulaba por las calles y avenidas de Buenos Aires. Me buscaba.
No era la primera vez que me encontraba, buscándome, en tierras lejanas,
y éste también era viaje de búsqueda.
Mis días allí eran simples y rutinarios: por las mañanas a un café a
tomar desayuno (café con leche y tostadas) y a escribir; cruzaba luego justo al
frente a chequear “e-mail” en uno de los tantos centros de internet
desperdigados por la ciudad; después salía a caminar sin rumbo y sin mapa (en
cualquier dirección); en un momento, en cálculo impreciso, paraba, me subía a
un taxi y pedía me llevaran al centro de la ciudad; sobre las dos de la tarde,
si mal no recuerdo, tomaba la primera clase de tango (a eso dije haber ido a
Buenos Aires), a la cual le seguía otra; después salía solo (pocas veces con
alguien de la clase) y me iba a comer algo y a tomar un café para hacer hora de
espera para la clase de las seis; después de la clase de las seis volvía al
apartamento que había alquilado (un pequeño estudio en el 5to piso de un
edificio en el Barrio Norte, sobre Larrea y casi esquina Pueyrredón y Santa Fe)
–tan borrosa es mi memoria de ese viaje que hoy tendría que ubicarme en un mapa
para saber con certeza donde estaba.
Pero esas coordenadas las recuerdo bien, pues
eran mi único norte para poder volver a casa. Después de ducharme salía a comer al DUERO (el
mismo restaurante de todos los días, ya tenía mozo que me esperaba –linda
persona–, y a comer lo mismo: un bife de chorizo y vino); luego volvía al
apartamento e intentaba leer o volvía a escribir; de ahí decidía si salir a una
milonga (donde el humo de los cigarrillos me mantenía siempre al precipicio de
un estornudo) o meterme de una vez a la cama para esperar a que amaneciera.
En uno de esos días, en la
clase de las seis de la tarde, se me había aparejado una chica holandesa
(atractiva y un poco más alta que yo, si mal no recuerdo), y fue entre sus
brazos que me llegó la nublazón y el aguacero (a cántaros). Los instructores nos pusieron a hacer un
ejercicio poco común: nos pidieron cerrar los ojos para bailar una pieza, pero
que ambos bailadores cerrasen los ojos (por lo general sólo uno cierra los
ojos, no los dos; bailar a ciegas no es recomendable, estoy seguro),
prometieron que ellos evitarían accidentes (después de todo no éramos tantas
las parejas). El ejercicio consistiría
en poner suma atención a una pieza con voz y una sola instrumentación de piano (una
pieza que en realidad no es apta para bailar) con el objetivo de no sólo
alcanzar una mejor conexión entre la pareja, sino también de conectarse con la
música y poder seguir la cadencia (de por sí lenta), guiados por el tono de voz
y el repique de las teclas del piano.
Sólo dijeron que la cantaba un cantante queridísimo.
Cerré los ojos abrazado a
esta chica cuyo nombre ni siquiera sabía, y comenzó la canción a puro piano. Me acogió de inmediato una ansiedad de
búsqueda: necesitaba desesperadamente de una cadencia que seguir (ese paso
marcado tan esencial en el tango bailable); pero esa introducción parecía
zigzaguear casi ascendiente y serpenteando por el alto cielorraso del salón, o
confundirse como humo entre esos bailadores que reflejados en los altos espejos
(también a ciegas) parecían buscar –o esperar- con pasitos cortos y tímidos a
que la canción revelara sus acentos. Un
medio minuto de preludio, casi eterno y desconcertante, introdujo esa voz que apareció
como si saliera de mí; como si ese timbre de voz y esas palabras no salieran a
través de la malla negra de las bocinas del tocadiscos, ni de la boca de ese
cantante cuya voz no reconocía entre mi repertorio de tangueros conocidos, sino
que de mí.
Me perdí por el cielorraso y
en el espejo (debió haber sido por horas), pero al final de la canción desperté
frente a la clase entera que me miraba, y yo apenas divisaba los gestos de sus
rostros a través del empañado foco de mis ojos ahogados en un llanto que me
brotaba copioso desde lo más profundo de todos los años de mi existencia. Saqué del bolsillo trasero mi pañuelo y me
sequé las lágrimas; exprimir el pañuelo fue casi necesario. Me llené los pulmones de aire y dibujé una
mueca parecida a una sonrisa en los labios, y continuó la lección. Al final, le pregunté al instructor que cómo
se llamaba la canción y que quién la interpretaba. “Sin lágrimas” y la acababa de escuchar de voz del gran maestro Rubén Juárez.
Salí de la clase corriendo y
entré en la primea disquera que encontré y allí compré el disco compacto
titulado “El Álbum Blanco de Rubén Juárez”.
Regresé al apartamento y escuché la canción una vez, otra vez, y otra
vez, y otra vez:
No sabes
cuánto te he querido,
cómo has de
negar que fuiste mía;
y sin
embargo me has pedido
que te deje,
que me vaya,
que te hunda
en el olvido.
La escuché hasta que los
vecinos del cuarto piso subieron a ver si se había roto una tubería; supongo
que alguna gotera salada los habría tocado.
Ya ves, mis
ojos no han llorado,
para qué
llorar lo que he perdido;
pero en mi
pecho lastimado,
sin latidos,
destrozado,
va muriendo
el corazón.
La escuché hasta que se me
secó el pozo de lágrimas que llevaba dentro.
No puedo
reprocharte nada,
encontré en
tu amor la fe perdida.
Con el calor
de tu mirada
diste
fuerzas a mi vida,
pobre vida
destrozada.
Esa noche decidí salir a bailar
y fui a la milonga de la Confitería Ideal.
Al llegar divisé sentada al fondo, mano izquierda, a la chica holandesa.
Para mi sorpresa, ella mostraba con una
sonrisa el alegrase de verme; más aún, se puso de pie y fue a recibirme. Hablamos poco, bailamos mucho, y a pesar de
ser ambos principiantes, hubo quien nos dijera que hacíamos linda pareja de
baile. Le pedí su número de teléfono y
lo apunté en esa libretita que cargo conmigo a todas partes. Me dijo que se estaba quedando en una pensión
o algo así. Quedamos en volvernos a ver
y que la llamaría para concertar. Me
pareció dulce y encantadora; alta, pelo rubio, ojos azules, delgada, y había
ido a Buenos Aires a tomar clases de tango, como yo.
Por los siguientes tres o
cuatro días, convencido de que me la volvería a encontrar en alguna de las
clases o en alguna de las milongas, la esperé en vano. Al cuarto día decidí llamarla y así lo hice. Frente al teléfono, que hasta ese momento no
había usado, saqué mi libretica, marqué el número, y una voz de encargada de
pensión contestó preguntando que con quién
deseaba hablar. Me di cuenta entonces,
que había apuntado su número telefónico, pero que nunca le pregunté su nombre.
Y aunque mis
ojos no han llorado,
hoy a Dios
rezando le he pedido...
que si otros
labios te han besado,
y al besarte
te han herido,
que no
sufras como yo.