Al Ebanista le
gustaba esa mujer; claro, no se puede decir lo mismo en el caso de Elena, pues
a ella no le gustaba el Ebanista. En
esos momentos bien pudo ser que a Elena no le gustara nadie. Estaba recién enviudada del hijo de cura que le dio maltratos y
golpizas por tres años, de quien tenía una criatura de once meses y a quien,
por intervención de dios o el diablo, lo había hecho difunto el camión que dejó
ir por un barranco en la última de sus borracheras.
El Ebanista se
había propuesto “conseguirse a esa mujer”. Lo había declarado públicamente:
“esa mujer va a ser mía”. La cortejó, a
sabiendas de que tenía marido, desde el momento en que la vio en el pueblo por
primera vez. Ella estaba barriendo el frente
de su casa, él pasó y, al verla, le soltó uno de esos piropos de prostíbulo que
hacen sonrojar hasta a una difunta madama: “Qué no diera yo, ¡qué va, la vida
es poca! por ser la costurita interior que une la parte trasera con la parte
delantera de tus pantis”. Elena, en
muestra de sabiduría poco común ante atrevimiento tal, siguió barriendo como si
no hubiese escuchado nada.
Con la muerte
del camionero, el Ebanista pensó que se le abrían las puertas del cielo y que
le quedaba el campo libre para conquistar a Elena “a la clara”. No había pasado los nueve días del velorio y
el Ebanista se apareció una tarde a la hora del café, dizque a “darle el pésame
a la viuda”; pero, en verdad y con toda desfachatez, fue a hacerle su primera
visita de galán. La segunda vez que se
le presentó de visita tal vez fuera la única vez que, hasta entonces, este
individuo le pasara por la mente a Elena.
Al verlo llegar, pensó para sí: “Qué descarado”. Y es que había sido tal el atrevimiento en
aquella primera visita que le hizo, que al acercársele y echarle el brazo por
encima como quien expresa su más sentido pésame, el Ebanista le dijo al oído:
“Tú serás mía”. Esto se le grabó a Elena
por dentro como una amenaza pues, cuando escuchó tales palabras, un escalofrío
como de miedo le recorrió la espalda desde la nuca hasta el sacro mismo.
Pasados los
nueve días, la casa se había quedado desierta. La mayoría del tiempo Elena se lo pasaba sola
con su criatura, con excepción de alguna que otra vecina que pasaba de vez en
cuando a traer café o a buscar prestada una olla o una cuchara. La familia de Elena no asistió al velorio,
pues ella no tuvo juicio para decirles nada de la muerte, y mucho menos del
maltrato y de las palizas. Todo por
orgullo, pues su familia se opuso desde el principio a que ella se metiera con
el camionero; y ella, parte ilusión y parte rebeldía, se fue con él. Fue así como llegó ella a vivir en ese pueblo
donde no tenía a nadie.
El Ebanista
comenzó a hacerle esquina: se le aparecía en la calle, en el colmado, en la
plaza del mercado, en la clínica pública. Ella comenzó a temerle como a la
sombra de lo malo, pero por más que tratara de evitarlo, él hallaba siempre la
forma de cruzársele en el camino. Ella
ya no encontraba cómo evadirlo, y él se sentía más confiado y triunfante a cada
encuentro. Se imaginaba que ya la tenía
en sus manos, que era ya por apariencias, pues de seguro ella estaba loquita
por él.
Como si lo
malo obrara en estas cosas, a tres casas, al cruzar la calle y justo en la
esquina opuesta a la casa de Elena, abrió Caniquín un colmadito donde, además
de fideos, aceite y sal, comenzó a vender refrescos y cerveza fría. No hay mejor local para un negocio que una
esquina, y ésta se prestaba perfectamente para ello, pues era un casón antiguo
con una gran galería, patio ancho, árboles de sombra y una amplia marquesina
techada, la cual aprovechó Caniquín para poner un par de mesas de dominó. Ahí terminó tomándose una fría el Ebanista un
viernes por la tarde y al notar que tenía desde ahí una vista completa de la
casa de Elena (pues podía ver la puerta de la calle y todo el lateral
izquierdo, la llave de agua del patio y los ranchitos que servían de cocina y
baño), se quedó a echar una mano de dominó y pidió otra cerveza; luego fueron
muchas manos de dominó y muchas cervezas, hasta que llegó la hora de cerrar y
Caniquín tuvo que anunciárselo varias veces. El Ebanista había visto que desde ahí podía
ver si Elena salía o entraba de la casa, si iba a la cocina, si llenaba un cubo
de agua, etc. y comenzó a imaginarla de mil maneras: yendo, viniendo, saliendo
envuelta en una toalla para ir al baño, …y su imaginación se encargó de que se
le callera.
Al día
siguiente, sábado, y lo mismo luego el domingo, no se hizo esperar y ahí
tempranito en la tarde estuvo el Ebanista, peinadito y planchadito, terciado en
una mesa tomándose una fría y presuntamente esperando a que llegaran sus
compañeros para echar una manito de dominó.
Se la pasó con un ojo y medio fijados en la casa de Elena, casi
presintiendo cada cambio de luz que la sombra de un movimiento precipitara
dentro de la casa, y su imaginación volaba a tal o cual dirección: “Salió del
aposento.... que salga para cruzar a la
cocina... ¿se estará peinando o mirándose en el espejo? ¡Ah, cómo me la imagino quitándose el
sostén!”. En esos trotes andaba su
pensamiento, mientras que el medio ojo que le quedaba libre lo dedicaba a los
compañeros, las fichas en el tablero y su estrategia para la mano de dominó que
jugaba. En un momento en que el estupor
de las cervezas ya se había adueñado de él, le gritó a Caniquín: “¡Coño, pero
ponte una musiquita ahí carajo! ¿Qué
clase de negocio es éste?”. Y Caniquín,
por no perder la venta de las cervezas que le daba mucho más ganancias que la
de arroz y aceite, mandó a buscar prestado un tocadiscos.
El Ebanista pidió que le pusieran una canción de Alberto
Beltrán y, como el tocadiscos era prestado tampoco era de esperarse que Caniquín
tuviera discos. Mandó otra vez a pedir
prestado el disco que había pedido el Ebanista.
Y cómo no, si esa clientela de jugadores de dominó y bebedores de
cervezas le había llegado gracias al Ebanista. Caniquín no iba a equivocarse en eso. Llegó el disco y bien no lo había puesto
cuando, mirando para la casa de Elena, el Ebanista ordenó que le subieran el
volumen “¡a todo dar!”. Y en unos
momentos, como si el volumen le pareciera poco, comenzó a cantar a coro y a
todo pulmón:
Aunque vayas donde vayas
al fin del mundo me iré,
para entregarte mi cariñito,
porque nací para ti.
La presencia
del Ebanista se hizo tan constante en esa esquina, que ni un vigilante de
puesto sería tan puntual y fiel a su turno.
Y así, precisamente, se sentía Elena en su casa: vigilada. Ya no se sentía ni siquiera en libertad de
abrir las ventanas para que entrara el aire fresco. Evitaba en lo más posible cruzar a la cocina y
se aguantaba cuanto pudiera para ir al baño.
Toda esa angustia por evitar cruzar por el prisma visual de ese
individuo. Se sentía prisionera en su
propia casa.
El fin de
semana siguiente el Ebanista se apareció con dos discos que había ido a comprar
a la misma ciudad capital: una plena del maestro Damirón titulada “Cortaron a
Elena” y que se había hecho muy popular en esos tiempos, y el otro, la canción
de Don Pedro Flores titulada “Obsesión” e interpretada por Los Panchos. Desde que llegó
le dio los discos a Caniquín y le dijo que los pusiera cuando él se lo
indicara. Quería estar seguro de que
Elena supiera que esos discos eran para ella, por eso no los quería tocar sin
estar seguro de que ella estuviera en casa.
Plantó sus ojos en la casa de Elena como un gato que espera un ratón en
la puerta de su cueva. Tanto así que, en
vez de jugar, se ofreció para apuntar el juego, cosa que extrañó a sus
compañeros pues en el dominó apunta el que sabe jugar poco, o el que está de
lambón para que le den un trago, o lo pongan a jugar cuando falte un frente, o
el que está ahí simplemente de mirón.
Hasta en el apunte se distrajo, pues se equivocó en la cuenta dos veces.
Su mente y sus ojos (toda su atención)
estaban pendientes a otros movimientos.
Pareciera como si Elena supiera (y lo sabía, pues cómo no
lo iba a saber) que el Ebanista esperaba verla, puesto que mucho tardó en
cruzar de la casa al baño. Se había
aguantado hasta que ya no pudo más. Y
viéndola salir el Ebanista le dijo con desesperación a Caniquín: “¡Ahora! Ponte
el disquito ese de Damirón y súbelo a tó’ lo que da”. De inmediato, con la acción de la aguja sobre
el disco, el tocadiscos comenzó a expulsar las notas de la canción:
Cortaron a Elena, cortaron a Elena,
cortaron a Elena, se la llevaron pa’l hospital.
Cortaron a Elena, cortaron a Elena,
cortaron a Elena y se la llevaron pa’l hospital.
Su madre lloraba,
y por qué no iba a llorar,
si le cortaron a Elena
y se la llevaron pa’l hospital.
Aunque desde
su casa Elena evitara oír lo que pasaba en el negocio de Caniquín y se
entretuviera como pudiera para ignorarlo, no pudo ignorar ni dejar de oír que
ese disco la nombraba a ella por su propio nombre. No pudo evitar la convulsión que sintió en el
cuerpo entero al imaginarse la herida abierta, la sangre en las manos y en la
cara, y el rostro de horror de esa Elena cuya cara habían cortado. Sacó fuerzas de su interior y, casi
temblando, salió de la casa y se fue a la farmacia del pueblo a comprar algún
calmante o a buscarle conversación a cualquier vecina que se encontrara en el
camino; todo con tal de no regresar a su casa en el mayor tiempo posible. El Ebanista la vio salir y esta vez juró ante
todos los presentes diciendo: “¡Esa mujer va a ser mía, pésele a quien le
pese!” Y con ese propósito calculó su
siguiente jugada.
Es imposible
saber de dónde le sale la maldad al diablo o la picardía al pícaro, pero como
si fuera el uno o el otro, al Ebanista se le ocurrió que si el pueblo entero llegara
a pensar que Elena era su mujer, ni Elena misma podría negarse o resistirse
entonces. Fue así cómo ejecutó la
siguiente maniobra: el martes de esa misma semana, día de mercado, se plantó
temprano en la mañana en el patio de la casa de Elena. Se paró en frente de la llave de agua, justo
entre el baño y la cocina, a lavarse la cara y a cepillarse los dientes. Todo el que subió para el mercado ese día ahí
lo vio, aseándose: sin camisa, despeinado, la cara mojada, la boca llena de
espuma de pasta dental, con una toalla terciada por encima del hombro
izquierdo, con el cepillo de dientes en la mano derecha y con un jarro rojo de
pasta de tomate La Famosa en la mano
izquierda, suelto el botón de la pretina del pantalón y el zíper a medio subir,
y en chancletas. Muy risueño, hasta
saludó a varios de los que pasaban con un “¡Buenos días!” casi gritado, como
para asegurarse de que lo vieran.
Como si lo
hubiese dispuesto el diablo: “el Ebanista amaneció con Elena” fue la noticia
que corrió por todo el pueblo según la contaron en el mercado los testigos
oculares. No hubo una sola persona quien
viera la escena, mucho menos quien luego de escucharlo de boca de algún
creyente, no dedujera convencido de inmediato que, en efecto, el Ebanista había
amanecido con Elena.
Luego de
montar su espectáculo esa mañana, al Ebanista no se le vio en todo el pueblo. Pero en la mañana del día siguiente, y también
del jueves, ahí estuvo para presentar su teatro. Y por igual: en esos días no se apareció por
donde Caniquín, ni se le encontraría en todo el pueblo aunque lo buscaran con
perros adiestrados.
Ese jueves
temprano fue cuando le llegó la noticia a Elena: una vecina atrevida, como sólo
pueden ser algunas, con un guiñe de ojo le preguntó a Elena que porqué había
decidido finalmente meterse con el Ebanista.
Elena no comprendió la pregunta sino hasta que la vecina le contó, con
lujo de detalles, la escena matutina que en el patio de su casa montaba el
susodicho Ebanista. Aun así, no se lo
creyó del todo, pero por igual se moría de vergüenza y no volvió a salir de su
casa en todo el día. Y esa noche no pudo
pegar un ojo; la acosaba el tormento, se sentía acorralada, presa, impotente e
indefensa. Al amanecer, Elena sintió
movimientos en el patio y aterrorizada, con cautela, se atrevió a mirar por una
rendija del seto: ahí estaba el Ebanista, como perro por su casa, sin camisa,
con su jarro rojo de La Famosa cepillándose
los dientes. A Elena se le aflojaron las
rodillas y no pudo moverse sino hasta que el Ebanista, quien se quedó hasta
estar satisfecho de que lo había visto medio mundo, se había escurrido por la
parte trasera del patio.
Por ser
viernes, el Ebanista había estado ahí otra vez esa mañana. Siendo el segundo día del mercado semanal, no
iba a dejar pasar la oportunidad de que allí lo viera quien no lo hubiera visto
antes, y de que lo volvieran a ver, por si quedara duda alguna, los que ya lo
habían visto. Así, con todo el mundo
creyendo que Elena era ya su mujer, ese fin de semana se le presentaría
diciéndole que ya para todo el mundo ellos eran marido y mujer…, que sería
mejor “disfrutarlo que sufrirlo”.
Viéndolo ahí
en su propio patio, Elena supo que algo tendría que hacer y que, aunque
doblegara su orgullo, sólo tenía una opción...
Tan pronto como pudo, salió de la casa con su criatura en los brazos,
fue a la parada y se montó en el primer carro público que salía del pueblo. Iría en busca de su familia.
Ya había
oscurecido cuando regresó acompañada de su madre, Doña Ñengo —a quien habían
apodado Mamá Tingó, como la heroína de Yamasá—, una tía y dos primas. Las cinco mujeres llegaron y se apertrecharon
en casa de Elena, armadas de la sólida disposición de resolver la situación. No sabían cómo, pero si el Ebanista volvía a
presentarse esa madrugada a dar su show, ellas responderían hasta con el palo
de la escoba si fuese necesario.
Pero ese
sábado en la mañana el Ebanista no se apareció por ahí; y fue mejor así, pues
de haberlo hecho, las mujeres le habrían tirado la bacinilla de orines,
vociferado los mayores insultos del mundo y le habrían formado a gritos el
mayor escándalo de su vida.
A pesar de no
haberse presentado esa mañana, no tuvieron que esperar mucho. Poco antes de las tres de la tarde, el
Ebanista, ya acompañado de su camarilla de jugadores de dominó, hizo acto de
presencia en el negocio de Caniquín.
Comenzaron a jugar y a beber cervezas como si fuera agua, y el
tocadiscos sonaba otra vez esa canción de Alberto Beltrán:
Aunque vayas donde vayas...
No había pasado mucho tiempo cuando ya el Ebanista parecía
estar sobre la línea divisoria que separa a los sobrios de los ebrios, pues se
puso más necio y bribón que de costumbre.
Bien pudo haber sido puro teatro por haberse enterado de que Elena no
estaba sola, pues en realidad no había bebido tanto. Le ordenó a Caniquín que pusiera ese otro
disco, el de Don Pedro Flores, y luego sacó un puñado de dinero del bolsillo de
la camisa y se lo dio a uno de los apuntadores regulares, diciéndole: “Llévale
a mi mujer —mientras señalaba hacia la casa de Elena con un gesto de labios y
cabeza— para que me prepare la cena”. El
Ebanista comenzó a cantar la canción a tope de pulmón, tan alto que su voz se
oía por encima de la música y voz del tocadiscos:
Amor es el pan de la vida,
amor es la copa divina,
amor es un algo sin nombre
que obsesiona al hombre
por una mujer.
Yo estoy obsesionado contigo
y el mundo es testigo de mi frenesí.
Y por más que se oponga el destino,
serás para mí, para mí.
Y para este
verso subía tanto la voz, que parecía que se iba a desgalillar.
Con cara muy
risueña se apareció el apuntador a dar el mandado, y fue Mamá Tingó quien lo
recibió en la puerta. Al escuchar el
mandado, Elena le arrebató el dinero y se lo tiró en la cara gritándole:
—Dígale a ese
infeliz que tiene que entender que yo no he sido, no soy, ni seré nunca su
mujer, que antes muerta. Dígale también
que mi honor sigue intacto, aunque él haya hecho todo lo posible por
ensuciarlo.
El apuntador
quedó perplejo al escuchar esas palabras dichas en tal tono y, al momento en
que se disponía a regresar, Mamá Tingó le dijo que se esperara, que sería mejor
que un mensaje así se diera en persona.
Y al disponerse a salir, Rosario, la menor de las primas, se ofreció a
dar el mandado. Mamá Tingó le pidió que
le dijera a ese señor, en términos claros, cosa que entendiera, que dejara a
Elena en paz.
Cuando el
Ebanista vio que el apuntador venía acompañado y con el puñado de dinero en las
manos, le subió el volumen a su voz a todo tope:
y por más que se oponga el destino
¡serás para mí, í, í!
Al llegar, el
apuntador le devolvió el dinero sin decir palabra fue y se recostó en el mismo
horcón desde donde había estado mirando el juego. A su vez, Rosario se vio frente al Ebanista y
rodeada del grupo de hombres. Todos la
“miraban” como miran los perros hambrientos la carne que pica el carnicero en
espera de que se le caiga algún trocito.
Rosario comenzó diciendo:
—Usted tiene
que entender que Elena no ha sido, no es —e iba subiendo la voz según hablaba—,
ni será jamás su mujer. ¿Entiende?
¡Déjela en paz! —le dijo por último, casi gritando, para que quedara
claro.
El Ebanista
saltó de la silla, como cuando un resorte se zafa de su presa, y al tiempo que
gritaba “¡No hay mujer, que no sea la que me parió, que me dé órdenes a mí!”,
le plantó una cachetada que le viró la cara a Rosario, haciéndola tambalear y
machucándole el interior de la mejilla izquierda. Rosario recobró el equilibrio y, todavía
aturdida, escupió sangre a los pies del Ebanista. Conteniendo el lagrimón y las ganas de
volarle encima como una fiera, se dio vuelta y caminó altiva de regreso a casa
de Elena. El Ebanista pidió otra cerveza
y ordenó que le pusieran su disco favorito: “Cortaron a Elena”.
Al llegar a la
casa Rosario no tuvo que contar lo que pasó; desde allí todas lo habían visto. Mamá Tingó la abrazó y mirando a las demás
dijo:
—¡Cuándo será
que los hombres van a respetar a las mujeres!
Y, como quien
piensa una cosa en voz alta sin darse cuenta de que sus labios pronuncian las
palabras que su subconsciente sentencia, se oyó decir de boca de Elena:
—…cuando las
mujeres nos demos a respetar.
Mamá Tingó se
amarró un paño en la cabeza y, sin decir por ni para qué, salió por la puerta
de la calle caminando segura y determinada hacia el negocio de Caniquín. Las demás, como si marcharan tras un general
de brigada, la siguieron. Mamá Tingó era
una mujer bajita pero corpulenta quien, aunque entrada en años, mantenía
intactos su agilidad y brío de juventud; siempre fue una mujer de carácter
recio e imponente, con una rectitud y un sentido de la justicia conocidos de
todos (razones por las cuales Elena, que en mucho se parecía a su madre, no
había querido inmiscuirla en sus problemas domésticos). Bien era sabido que Mamá Tingó no le tenía
miedo a nadie, que en más de una ocasión se había enfrentado a palabras y a
empujones contra delincuentes emisarios del gobierno y contra miembros del
“cuerpo del orden público” en su lucha por los derechos y la dignidad del
pueblo; y eso, precisamente, le había ganado el sobrenombre de Mamá Tingó.
Al llegar
todas al negocio, se produjo un silencio instantáneo. Mamá Tingó se paró justo en frente del Ebanista. Los hombres, comenzando por el frente de
juego, luego los contrincantes, después el apuntador y por último los mirones,
se apartaron de la mesa como quien dice “este pleito no es mío y yo no quiero
velas en este entierro”. Sin hacerse
esperar, Mamá Tingó dijo con voz recia y autoritaria:
—De hoy en
más, usted, quiéralo o no, deja en paz a mi hija Elena aunque sea lo último que
yo haga en esta tierra, ¿entiende?
El Ebanista,
con socarrona expresión en la cara, mientras sacaba un puñal envaquetado que
traía enganchado en la cintura y lo ponía sobre la mesa de dominó, le contestó:
—¡No hay
mujer, que no sea la que me parió, que me dé…—pero no bien había terminado de
decir lo que quería, ni de depositar el puñal sobre la mesa, cuando Mamá Tingó
con ágil y determinado movimiento subió la mano derecha hasta la altura de la
oreja izquierda y descargó tremenda pescozada de mano virada sobre el lado
derecho de la cara del Ebanista, mandándolo derechito al suelo.
Con un
movimiento de calmada determinación, que parecía una extensión del pescozón, le
echó mano al puñal, dio un paso hacia donde el Ebanista se estremecía en el
suelo, desenvainó el puñal e imponente, de pie, frente a él dijo:
—Cuente, cosa
que lo oiga bien, del 1 al 5.
Y el Ebanista,
ausente la antes socarrona expresión en la cara, pronunció:
—Uno, dos,
tres, cuatro, cinco…
—Supongo,
entonces, que me ha entendido —dijo Mamá Tingó.
La antología de los cuentos ganadores está disponible directamente desde la editorial: De venta aquí.